Miró al mar y el mar le devolvió la mirada.
La ola vino, se posó a sus pies y esperó. El se quedó mirándola como si nunca antes la hubiera visto. Recogió la espuma con las manos y la luz del atardecer se fue escurriendo entre sus dedos. Su mirada reflejaba años y años de espera sosegada, de dulzura contenida en unos ojos secos de tanto llorar, de alegría triste de notas clavadas en horizontes lejanos de un mar que venía y se iba a su antojo, de prudencia convertida en desidia porque nunca pasaba nada.
Cuando la luz de este atardecer de marzo se diluyó en sus manos, pensó que otro día más el mar no había cumplido su promesa. Pero seguiría esperando y mañana volvería a su playa a recoger la arena, a mirar olas y olas de vaivenes interminables, calmadas unas veces, rugidoras otras, pero siempre con esa misma canción en sus labios de terciopelo azul verdoso.
No sabía por qué, pero esta tarde su desesperanza era un poco más pequeña. Quizá porque allá a lo lejos vislumbró el brillo plateado de una ola un poco más grande que las demás, una ola que no llegó a romper a sus pies porque el viento se la llevó antes de morir. Quizá porque sus ojos apenas veían de tanto mirar el futuro. De tanto mirar esperanzas, la esperanza misma los estaba dejando ciegos.
La barca se acercó lentamente, empujada por un viento que apenas tenía fuerza y unas olas pequeñas, envejecidas de tanto caminar de playa en playa. La joven bajó a la playa, sonrió forzadamente al viejo que esperaba en la orilla, dejó que su mano arrugada la ayudara a bajar, lo miró como quien mira despojos ajados retenidos forzosamente por un tiempo misterioso de lunas perdidas. Se dejó abrazar y notó las lágrimas del viejo rodando por su mejilla.
Ella cumplió el deber que el mar y los dioses le habían impuesto hace años, pero se dio cuenta de lo tarde que había llegado. El, entre sollozos y sin fuerza, dio gracias al mar por haber cumplido su promesa.
Cuando ella volvió a su barca y se perdió en el horizonte de olas, él se quedó sentado en la playa, viendo rompientes, como siempre había hecho. Se dejó caer en la arena, cerró los ojos, soñó en otros cuantos años de espera, y se durmió entre el arrullo del mar.
Toda su vida, como la de cualquier ser humano, se reducía a esperar, a esperar… a esperar.
Angel Lorenzana Alonso