Casi no me di cuenta cuando acabó de amanecer. Iba con Pispo por el paseo de la playa, de lado a lado del mismo, persiguiendo olores en el suelo y en el cielo. A esa hora de la mañana, con las aceras recién regadas, los rastros de otros perros son un poco más difíciles de seguir.
Pero él, un hábil con solo 9 meses, deambulando, volviendo atrás, corriendo, parando, mirando al horizonte de vez en cuando, desconcertado a veces y muy seguro la mayoría de ellas, seguía con paso firme y me llevaba en pos de rastros que no conducían a ninguna parte. En un momento dado, le solté. Comenzó a correr y brincar como símbolo de su felicidad. De vez en cuando le llamaba y volvía a mi lado para volver a marcharse.
Poco a poco, como sin darnos cuenta de lo que estábamos haciendo, notamos que los perros eran más perros y las personas iban cambiando su pelaje. Cada vez nos encontrábamos con perros más pequeños y más adornados. Los lacitos rosas o azules en sus peludas cabezas era lo que más abundaba. Sus dueños y dueñas también llevaban atuendos más acorde con su status. Sus sandalias eran de buena piel, sus pantalones cortos eran de marca y sus camisetas se habían convertido en polos con caras etiquetas colgando. Pero, lo que más llamaba la atención era la forma de peinarse: ellos con bucles en el cuello y los pelos engominados peinados hacia atrás. Ellas, casi siempre rubias, parecían no haberse levantado de dormir.
Entre estos especímenes de perros y personas, empezaron a aparecer los “paseantes de prisa” y los “corredores despacio”. Los primeros porque parecen tener prisa en sus paseos matinales y van obsesionados por andar lo más rápido posible. Los otros porque quieren correr pero sus barrigas y michelines acumulados durante el invierno, apenas les dejan moverse.
Un rasgo común les caracteriza a ambos: la gran cantidad de complementos que llevan encima. Consabidas e imprescindibles botas o zapatillas superespecializadas para andar deprisa o correr despacio, diseñadas por bravos y emperifollados artistas intelectuales de la biomecánica, pantalones ajustados de marca conocida que dejan transpirar mejor sus partes nobles aunque casi nunca tienen partes nobles que tengan que transpirar, camisetas hidrocongelantessudaderasdepostín, o, dicho de otra forma, unas camisetas que ya vienen sudadas de fábrica para ahorrar esfuerzo a los deportistas, la cinta de marca puesta sobre el pelo, a juego con el color de la susodicha cabellera y con la camiseta sudada, la muñequera de la misma marca y color, etc. etc. Pero todo esto, casi habitual para desgracia nuestra en estos tiempos deportivero-playeros que vivimos, lo podríamos soportar mi perro y yo porque estamos acostumbrados.
Casi tan habituales son los imprescindibles cascos, los ipod, iphone, mp4, disckman, radios, móviles, conexiones para videoconferencias, e-mailes, agenda electrónica, y útiles varios de este estilo.
A partir de ahí, encontramos todo tipo de utensilios (fui preguntando nombres porque, como soy casi tonto, estas cosas no entran en mi vocabulario habitual): cronómetros, podómetros, altímetros, barómetros, pedometer, medidores de ritmo cardiaco, pulsímetros, pulsera con sensor de velocidad, repeledor de perros, botella de agua con sales, equipos de banderas de señales, navegadores para no perderse, acupuntor-masajista a pilas, transmisores y receptores, farerunners, ultrabreathe…, amén de riñoneras, fajas reductoras, gafas de sol…
Pispo me miraba cada vez que apuntaba en mi agenda de bolsillo con bolígrafo mordido, como diciéndome: ¿no estarás perdiendo el tiempo?. La filosofía de los perros en estos casos es más sencilla: huele bien y hay que seguir el rastro, o huele mal y hay que ir por otro sitio. Yo hubiera ido por otro sitito, pero la curiosidad malsana me lleva a meterme en estos lios.
Paramos en la única cafetería abierta a esas horas de la mañana. Tuve que recordar que los héroes andantes y corrientes no toman café como el resto de los mortales. Ellos ya habrán hecho un desayuno macro dietético rico en bifidus, soja, sales minerales, esencias varias y rico en salvao (lo que comían los cerdos en mi pueblo) y en otras porquerias semejantes. Ellos no deben ni pueden tomar un café con donuts como casi todo el mundo. Ellos son seres que han sido tocados por el halo de la divinidad de algún gurú de Internet y que ahora están muy encima de la gente vulgar como yo.
En la cafetería, en un hotel de lujo, nos miraron mal. Debía ser porque mi perro no es de marca ni yo soy de marca tampoco. Debía ser porque el resto de gente que estaba desayunando, ya iban bien peinados, vestidos para la ocasión, con sus perritos de lazos bien aseados y cogiendo la taza de café con solo dos dedos porque es más fino. Debía ser porque mi perro ladró un poco porque los olores de aquel sitio no le gustaban. Debía ser porque los otros perritos, educados ellos, fueron automáticamente recogidos y atados para que no se mezclaran y perdieran su olor y su pedigrí. Debía ser porque le dije a Pispo, en voz alta para que se oyera en toda la cafetería: No te preocupes, Pispo. Estos perros son todos imbéciles. Solo tienes que fijarte en sus dueños.
Sería por eso. Desayuné como puede, con prisas y de mala manera. Ni siquiera me había acordado de comprar un periódico de color salmón para hacer que lo ojeaba mientras desayunaba ni había llevado una compañera que se entretuviera leyendo la última revista de moda de playa.
Y por eso, cogí mi perro, dimos los buenos días y nos fuimos cerca del mar. A la salida, le dejé que meara todas las ruedas de los bmws negros aparcados. Cuando llegamos a la orilla del agua, uno junto al otro, sentados en el suelo, nos dedicamos a ver como seguía amaneciendo sobre el mar inmenso y todo nuestro. Esos rayos de sol que nos llegaban no tenían podómetros ni barómetros, ni había que contemplarlos con gafas de sol especiales, ni sabían de bolsa o de negocios inmobiliarios.
Pispo y yo nos miramos y miramos el mar.
Angel Lorenzana Alonso