Su aleteo era cada vez más lento. Sus fuerzas se agotaban y la orilla quedaba demasiado lejos. La mariposa de bellos colores había caído en el cenagal buscando su presa. La presa había escapado y allí estaba ella, sin poder remontar el vuelo. Sus alas se habían llenado de barro. Tardó poco tiempo en darse cuenta de que no podría salir. Usó sus alas como remos, hizo acopio de toda su paciencia y su fuerza. Pero, tanto una como otra se estaban acabando. Nunca podría llegar a la orilla.
El azor había dejado su nido, como todas las mañanas. Le gustaba madrugar y dejarse deslizar en las corrientes de aire matutino, dejarse llevar por el calor del sol y ver como a medida que aumentaba el calor, sus alas se iban acomodando mejor y mejor a la temperatura ambiente. Era feliz. Casi era feliz. Su nido estaba organizado, sus polluelos ya sabían casi volar, la caza era abundante y el tiempo olía a primavera.
Cuando la vio, apenas le prestó atención. No brillaban sus colores y no había salido a cazar. En el segundo vuelo sobre la charca se fijó un poco más. Aquella mariposa estaba en apuros.
Su instinto le obligó a acercarse. No era el tipo de víctima que buscaba y además era una presa demasiado fácil. Su instinto de cazador quedó bloqueado por la pena. La mariposa lo vio, aleteo con más fuerza, rompió a llorar y se quedó mirando al azor. Bajó despacio, tan despacio que sus alas apenas rompían el aire ni hacían ondas en el agua. Abrió su pico y con la parte inferior tomó a la mariposa. Voló con ella y la posó sobre una rama cercana. Esperó a que se secara e incluso le llevó agua para que lavara sus alas y sus colores pudieran volver a llenar el cielo. Ella seguía teniendo miedo pero, poco a poco, fue cogiendo más y más confianza con el azor y supo que jamás le haría daño.
Cuando ella se repuso, la llevó a su nido y la dejó suavemente sobre él. Era un sentimental y un tonto: se había enamorado de ella.
Esperó junto a ella, cobijándola con sus alas del frío aire de la mañana. Recogió gotas de rocío que fue derramando sobre sus alas buscando amarillos y marrones, y rojos y violetas. La miraba tiernamente, embelesado, como sabiendo que su amor duraría para siempre pero que era un amor imposible. Sus vidas se habían cruzado pero solo era eso: un pequeño espacio de tiempo en el que dejaría enredar sentimientos y emociones, dejaría escapar su alma y la envolvería en risas de juventud y de pasión imposible. Ella se acurrucó junto a él. Se sentía segura, querida, protegida, amada hasta el infinito. Se durmió entre arrullos de melancolía, entre sensaciones dulces que ahora ya no tenía, entre susurros que adoraban sus oídos de presumida mariposa.
El tiempo fue pasando. El azor visitaba todos los días a su querida mariposa. Le llevaba comida que a ella le encantaba, la subía en sus plumas fuertes y volaban por el cielo. Ella sentía el vértigo de la altura pero se sentía feliz. El la amaba.
La mariposa poco a poco fue mejorando y olvidando sus malos momentos pasados en la charca. El azor le enseñó a no caer en otras, a volar por encima del peligro, a sonreir, a amar, a… Incluso le prestó sus plumas para que pudiera deslizarse por el aire.
Y volvió a renacer a la vida. Fue prescindiendo cada vez más de su querido azor. Ya no le necesitaba tanto. Solo le llamaba para que la subiera a su lomo y poder volar muy alto por el cielo. El azor acudía, como siempre, a casa de la mariposa pero notó que la vida de ella estaba cambiando. Un día, ella le dijo: no puedes agobiarme tanto, querido azor. Tienes que dejarme ser libre. Quiero seguir mi vida. Te quiero mucho pero tengo que volar yo sola. Ya te llamaré cuando te necesite.
El azor, triste, esperaba en vano sus llamadas. Estas se producían de tarde en tarde y solo cuando la mariposa había pasado por algún momento duro y tenía que pedirle consejo. O cuando quería dejarse llevar por el cielo.
Volvió a su vida, recorrió los cielos en solitario, calentó sus alas al sol de la mañana, se dejó llevar por las corrientes de aire. Pero nada era igual. Su mariposa no estaba con él.
Cada vez volaba más y más lejos, pasaba cerca de su casa pero ella estaba ocupada. Seguía volando hasta agotarse y volvía a casa sólo y deprimido. Vio muchas otras mariposas, pero no eran como ella.
Un día voló tan lejos, sin ver nada, rodeando montañas y valles, bajando a ríos, escalando barrancos, subiendo al cielo para ver las nubes de cerca, dejándose mojar por la lluvia incesante de un invierno que no acababa nunca. Voló tanto que la noche lo cogió por sorpresa. Se posó en una rama, se acurrucó, se adormiló. No podía pensar. Su cabeza daba vueltas y sus alas dijeron basta ya. Se quedó dormido. Nunca vio la serpiente que se acercaba ni le hubiera importado aunque la hubiera visto.
Entre tanto, la mariposa, enredada en las zarzas que habían aprisionado sus alas, llamaba a sus amigos. Pero estaban ocupados. Se acordó del azor y lo llamó. Pero ya no podía acudir a su llamada. Su orgullo y su egoismo de otros tiempos le acababan de pasar factura. Era demasiado tarde.
Angel Lorenzana Alonso