Temprano desperezó el rocio de sus pétalos. No había amanecido aún ni la niebla había desdibujado sus ronroneos en el valle, cuando aquella rosa sacudió su tallo cubierto de espinas y espantó las gotas que se habían ido posando en su frente que apenas podía disimular arrugas de tiempo acumulado en su alma delicada. El sol la encontraría, como siempre, bien despierta, arreglada, dispuesta a recibir en su casa a las abejas paseantes, mirando a la luz como si el tiempo no hubiera pasado, recto su talle aunque en ello le fuera parte de su vida, limpias sus hojas y verdes como la primavera.
Había pasado parte de la noche arreglándose, pintando de rojo brillante sus pétalos casi ajados y casi doblados por el peso de la escarcha que se iba acumulando a medida que se acababa el verano.
Su deseo de permanecer joven, de que nadie notara su edad verdadera, de estar como siempre, llena de luz y de frescura, sin arrugas en su frente y con el cuerpo esbelto como si nada hubiera pasado. Su deseo de lozanía recordando el ayer de un mayo cada vez más lejano y cada vez más olvidado. Su deseo de que la vejez no fuera con ella, de que la muerte no llegara nunca y de que el tiempo se detuviera en su rostro y en su cuerpo. Ese deseo que la obligaba a luchar cada día más y cada noche con más anhelo y más prisas esperando amaneceres, esperando vida y susurrando notas de canciones pasadas y de esperanzas no cumplidas. Ese deseo que la hacía no vivir pero que a la vez la mantenía viva, ese deseo la estaba consumiendo. Y ella se daba cuenta, pero no podía luchar contra su alma quebradiza, hecha de trozos de luna en noches estivales con amores y desamores y requiebros, y dudas, y sinrazones cubiertas de ternura, cuidando retoños y practicando sombras cuando el sol más alumbraba.
Y la rosa se fue consumiendo, pese a sus afanes. El tiempo no la perdonó y la muerte no se dejaría engañar por abalorios de colores. Aquella rosa, la última de un valle que había doblado su cabeza unas semanas atrás, dejó de pensar en el viento mientras el viento llevaba lejos, uno a uno, sus pétalos que ya no pudo sujetar.
Angel Lorenzana Alonso