El rey reunió lo más colorido de su ejercito. Juntó los caballos alados de sus aduladores, los dragones de sus siervos incondicionales, los unicornios de sus fieles esclavos. Todos le siguieron. Era el rey.
Voló con sus huestes para aplastar al enemigo. Un antiguo esclavo se había rebelado contra él, o él se había rebelado contra el esclavo, qué más daba. Aquel hombre, si alguna vez lo había sido, ya no estaba dispuesto a aguantar más sus caprichos reales.
Fue su más fiel servidor durante años, le aconsejó mejor que nadie, con la sabiduría que da la experiencia vivida en el mundo de los esclavos, con la buena voluntad de quien ama a su soberano, con el deseo más ferviente de que fuese el más feliz de todos los reyes. Bajó su cabeza cuando su soberano lo mandaba, acudió a sus citas amorosas, vigiló su castillo sin dormir en largas noches de peligro real o imaginario, estuvo a su lado cuando la cabeza de su amo y señor divagaba días enteros en un pasado tortuoso de amores no correspondidos, de traiciones, de recelos, de abandonos… Convirtió su vida en una prolongación de quita y pon del cuerpo y el alma del rey. Su concepto de la esclavitud le hizo ser feliz así.
Un día, el esclavo estaba enseñando a su señor a conducir dragones en la batalla con la pericia de los mejores guerreros. Quería aprender a ser más rey. El esclavo tomó su dragón amaestrado y montó a su amo sobre su lomo. El tomó las riendas, picó las espuelas y empezó a volar sobre las tinieblas. Pero el dragón no era esclavo y se resistió a ser tratado con rudeza, se resistió a soportar la poca paciencia que los reyes suelen tener. Se encabritó, llegó a intentar volver su cabeza hacia aquel jinete que no le comprendía y que quería saber más que nadie sin necesidad de aprender.
El rey, furioso, bajó del dragón y apaleó a su esclavo porque no sabía enseñarle a manejarlo. El esclavo soportó los golpes y los gritos, siguió sonriendo y pidiéndole paciencia. El rey seguía enojado con el esclavo.
Recogió sus pocas pertenencias, silbó a su dragón para que le siguiera… y, llorando, se fue. Nunca fue perdonado.
Ahora, los ejércitos poderosos de un rey despechado porque un esclavo supiera más que él, avanzaban sin tregua devorando campos, allanando montañas, destruyendo vidas a su paso. El esclavo, con su solo dragón por compañía esperaba en medio del desierto.
El simulacro de batalla sería breve.
El polvo del desierto se arremolinó, las nubes de arena se juntaron al paso de las tropas reales. El esclavo esperó hasta que el estuvo frente a él.
Se miraron, recordaron los momentos de dicha de sus cuerpos y almas unidos en mil noches, brillaron sus ojos salpicados de bucles, rubios unos, morenos los otros, se amaron y se odiaron en un solo instante final de miles de relaciones pasadas. Se conocían demasiado.
El rey, orgulloso él, arrojó la primera y única lanza.
Angel Lorenzana Alonso