Hace 80 años, en las vísperas de Halloween de 1938, Orson Welles dio la campanada con su adaptación radiofónica de La Guerra de los Mundos del escritor H. G. Wells. Parte de la audiencia se asustó con su relato de la invasión marciana que irrumpía en Nueva York. La “emisión del pánico” fue estudiada como ejemplo del poder de la radio y de la credulidad de las masas. ¿Qué las predispuso a considerar creíble el escenario estrambótico de un ataque alienígena?
“Damas y caballeros, interrumpimos nuestro programa musical para dar un boletín especial”, anunció el locutor después del tango La cumparsita. “¡Los marcianos han aterrizado en Nueva Jersey!”. Así comenzaba el parte informativo con el que la compañía de radioteatro de Orson Welles traspuso a las ondas La Guerra de los Mundos, la novela del escritor británico H.G. Wells.
Aunque no se trataba de fake news, pues de entrada se avisó de que se trataba de una dramatización, el ficticio boletín de la cadena CBS confundió a quienes sintonizaron la emisión empezada. Al día siguiente, 31 de octubre, se dijo que muchos oyentes se envolvieron la cabeza en toallas mojadas para protegerse del gas venenoso de los invasores, otros se escondieron en sus sótanos con escopetas y un gran número de neoyorquinos escapó en coche de su ciudad.
La reacción de la gente parecía refrendar la teoría de la aguja hipodérmica. Sostiene esta que los medios de comunicación masivos (el cine y, sobre todo, la radio) inoculan sus mensajes en la mente del destinatario, logrando que los acepte ciegamente y reaccione en la dirección deseada.
Hoy existen serias dudas acerca de la magnitud del pánico y del porcentaje de la audiencia que se asustó; lo único contrastado es que la centralita de la CBS se vio colapsada por las llamadas de los oyentes y que Welles tuvo que improvisar una rueda de prensa al término de la función para aclarar lo sucedido. Es probable que gran parte de las anécdotas referidas fueran leyendas urbanas y que los medios, con afán sensacionalista, inflaran el efecto del programa explotando la creencia en el poder manipulador de la radio, muy extendido a la vista de su rol en el auge del nazismo.
El énfasis en la conducta de la audiencia determinó que se prestara escasa atención a la singularidad del mensaje: la invasión extraterrestre. Para la opinión pública este dato era secundario; se presumía que el público crédulo se habría tragado si acaso la noticia de una plaga de gnomos en Central Park o de un desembarco vikingo en Manhattan… ¿Pero realmente le daba igual un escenario que otro?
El antecedente de los canales marcianos
Responder a la pregunta exige reconstruir el contexto de los hechos. En primer lugar, cabe tener en cuenta la familiaridad del público americano con las especulaciones sobre la presencia de vida en la Luna y demás astros.
A finales del siglo XIX, el foco de la atención se depositó en Marte. En 1894, el astrónomo estadounidense Percival Lowell aventuró que una red de canales artificiales cubría la faz del planeta rojo. En los años 60 del siglo siguiente se comprobó que no existía tal red y el supuesto hallazgo pasó a los anales de la astronomía como el “espejismo marciano”. Entre tanto, la presunción de que allí moraba una civilización inteligente mantuvo un gran predicamento.
Otro factor era el aura todopoderosa de la radio. En los años 20 del siglo XX, en Estados Unidos se creía que las antenas radiofónicas podían captar señales de otros mundos. En agosto de 1924, a sabiendas que el día 24 de ese mes el planeta rojo y la Tierra se hallarían a la distancia más corta de los últimos cien años, el general Charles Saltzman ordenó a las bases militares vigilar cualquier señal inusual, el almirante Edward W. Eberlen colocó un radiorreceptor a bordo de un globo a 3.000 metros de altura, y miles de radioaficionados se mantuvieron en alerta esperando captar el saludo de los marcianos… que no llegó. La decepción no acabó con la fe en un contacto radiofónico con inteligencias del espacio exterior, que resurgiría décadas más tarde con el proyecto SETI.
El siguiente factor era la ciencia ficción. El género nacido en el Viejo Mundo arraigó con fuerza en Norteamérica, y en el momento de la “emisión del pánico” gozaba de un seguimiento masivo. A través de cómics, novelas pulp y seriales cinematográficos, la cultura estadounidense se atiborró de aventuras protagonizadas por naves espaciales, criaturas extraterrestres y rayos ultradestructivos. Su eficacia persuasiva hacía creer que el futuro descrito se convertiría en realidad en muy corto plazo.
Una de esas narraciones impresionó especialmente a los lectores: la citada novela de HG Wells. En la obra publicada en 1897 se comparaba a la implacable armada marciana con las tropas británicas que, poco tiempo antes, habían exterminado a los aborígenes de Tasmania para arrebatarles su territorio. De mano de los marcianos imaginarios, el colonialismo inglés recibía su propia medicina. En su adaptación, el jovencícimo Welles se limitó a trasladar la acción de Londres a Nueva York.
Y el último factor influyente era la tensa situación internacional. Faltaba menos de un año para que estallara la Segunda Guerra Mundial, y los estadounidenses temían que el conflicto en ciernes les arrastraría a una conflagración muchísimo más destructiva que todas las anteriores.
Esa extraordinaria combinación de factores sugirió a la compañía teatral de la CBS la adaptación de la obra de Wells, alimentó la expectativa en una aplastante agresión enemiga, hizo creíble la aparición de los marcianos y otorgó verosimilitud al escenario de guerra interplanetaria.
Sin su concurrencia difícilmente ningún oyente hubiera dado crédito al anuncio de que un rayo extraterrestre había vaporizado a siete mil soldados de una tacada. Y sin la persistencia de esas percepciones, más el poso dejado por la emisión, difícilmente se hubiera producido, una década más tarde, uno de los más sorprendentes pánicos colectivos de la Modernidad: el fenómeno OVNI.
Pablo Francescutti
Sociólogo, profesor e investigador en el Grupo de Estudios Avanzados de Comunicación de la Universidad Rey Juan Carlos (URJC) y miembro del Grupo de Estudios de Semiótica de la Cultura (GESC).
Fuente: SINC