La caballería medieval fue una institución militar, política, económica y social de gran importancia (La maldición de los últimos templarios: ¿sabías que el temor a los viernes 13 tiene un origen religioso? ).

El arma de caballería se dio en todas las civilizaciones desde la Edad Antigua, en la Antigua Roma existía la clase social de los équites («caballeros»), y entre los pueblos germánicos se daban denominaciones genéricas equivalentes a las de armar caballero y velar armas para referirse a la ceremonia de investir de armas a los jóvenes guerreros.–Los asesinatos de la ballesta destapan una secta sexual obsesionada con la alquimia y la Edad Media–

Y hasta tiempos más recientes, se conservaría en las islas japonesas entre los caballeros nobles bajo el código Samurai de Honor guerrero. Pero, al contrario que esos precedentes, el concepto medieval de caballero es de creación eclesiástica, tiene como función ideológica elevar a la nobleza a la altura del ideal cristiano (miles Christi o «caballero cristiano»), y no aparece hasta el siglo XI.–¿Estamos entramos en una segunda Edad Media? —

Los alimentos que los caballeros comían durante una campaña militar (por ejemplo, una cruzada) son expuestos de forma somera por Prestwich en su obra. Este, con su estilo divulgativo y casi canalla (en el buen sentido) afirma que una «campaña no era una ruta gastronómica» (Historias de templarios: de la leyenda a la mitificación).

En su obra afirma que -según la crónica medieval «El Victorial»- lo más habitual era «comer pan mohoso o galletas y carne cruda o poco hecha». Todo ello, regado por algo de vino y cerveza, según recoge Manuel P. Villatoro en ABC.

El historiador no niega que se llegara hasta este extremo, pero afirma también que lo habitual era que la base de la dieta estuviese formada por pan molido de forma tosca. Un alimento que no permitía disfrutar una buena dentadura al caballero.

«La dieta en campaña no era buena para los dientes. El pan contenía un montón de arena porque se molía a mano en los molinos portátiles, así que, según se masticaba, desgastaba las mueles hasta que solo quedaba la raíz».

El sociólogo e investigador Miguel Ángel Almodóvar Martín afirma en «La cocina del Cid: Historia de los yantares y banquetes de los caballeros medievales»:

«Allá por el siglo XI, el pan, que tenía un valor añadido de alimento eucarístico para los cristianos, se solía elaborar de diferentes formas atendiendo a la clase social de aquel al que iba dirigido. Así pues, las gentes más pobres (la inmensa mayoría) lo comían de centeno, avena, cebada, alforfón o trigo sarraceno, mijo y hasta arroz».

Aunque solo eran realmente «panificables» el trigo y el centeno, el resto solían cocerse en leche para elaborar una suerte de gachas o sopas que se acompañaban también de legumbres, lentejas o judías. A los nobles, como no podía ser de otra forma, se lo fabricaban con trigo.

Más allá del pan, el otro alimento básico era el potaje, aunque solía elaborarse también con grano gracias a su facilidad de cultivo y a su aporte calórico. Este solía hervirse con judías secas y guisantes, lo que añadía una interesante cantidad de proteínas.

En su obra, Almodóvar Martín reúne varias recetas de estofados de la época elaborados con alimentos tan llamativos como la casquería.

«Con manos de carnero se elaboraba un potaje aderezado con salsa de almendras, jengibre y azúcar. Con cabrito se hacían la «gastronada dorada», a base de cabezas y asaduras, garbanzos, huevos y especias; y las «rorolas», una fritura de hígados, pan, huevos, queso, y especias a discreción. La mezcla de asaduras de cabrito y carnero, con cebollas, tocino, migajón de pan empapado en vinagre y remate de huevos escalfados se llamaba «frejurate»».

Aunque este tipo de comidas eran habituales en la mesa del hogar, y no tanto en batalla.

Lo que escaseaba era, sin duda, la carne y el pescado. Lo más fácil de encontrar era lo primeros, aunque solo cuando se procedía a la rapiña en algún pueblo o granja arrasado en batalla.

«Los ejércitos vivían a costa de la región que ocupaban, si podían».

El ejemplo más claro, en palabras del historiador, fue la conquista de Mallorca por parte de Pedro IV de Aragón en 1343. El noble, que adoraba disfrutar de un buen banquete, regresó junto a los temibles guerreros almogávares cargado de «muchos animales, grandes y pequeños», lo que le otorgó «carne suficiente» para las siguientes batallas.

Poco tenía que ver esta austeridad con los grandes banquetes que se daban los nobles cuando estaban sentados al calor del fuego del hogar. En palabras de Almodóvar Martín, en esos casos «consumían cantidades ingentes de carne» que acompañaban con «frutas de sartén» como guarnición.

Como ejemplo, el autor pone los textos de Alfonso Martínez de Toledo, Arcipreste de Talavera, al criticar la gula en una de sus obras fechada en 1438:

«Capones, pollos, cabritos, ansarones, carnero o vaca, frutas de diversas clases, vengan do quiera, cueste lo que costaren».

A partir de este punto, el cronista hace una recopilación de hasta medio centenar de ingredientes que se utilizaban para elaborar las recetas de los más poderosos.

«Preciosas viandas que abren el apetito e hacen mucho comer e beber más de su derecho».

La bebida, más que un aliado, era un compañero de lid peligroso. Según Prestwich, los caballeros no estaban acostumbrados al líquido elemento de otras regiones y solían enfermerar cuando lo tomaban.

Por ello, apostaban por llevar consigo grandes cantidades de vino y cerveza. Esta última, especialmente espesa.

«En 1356, cuando el ejército inglés en Escocia no tuvo nada que beber salvo agua de lluvia, la campaña se abandonó. La cantidad de bebida necesaria era considerable, porque un solo hombre necesita casi cuatro litros al día».

Así lo corrobora el medievalista Aurelio González Pérez en su obra «Introducción a la cultura medieval»:

«Las bebidas alcohólicas como el vino y la cerveza eran parte esencial de la alimentación por su aportación calórica».

La investigadora María Jesús Salinero Cascante corrobora en «El vino y las viandas de la mesa medieval» que tres litros de este manjar podían aportar la friolera de 1.300 calorías.

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