Estaba allí. Como si nada hubiera pasado y como si nada estuviera pasando. Desnuda, casi temblando.
Mi mano llegó hasta ella. Apenas rozó su cabello extendido como mies sobre blancos colores de almohadas apretadas. Tocó su cuello, tenso de fatiga acumulada en derroches de pasión. Bajó hasta su pecho.
Me miró. La miré. Cruzamos apenas una sonrisa y unos rayos entre nuestros ojos casi cerrados de cansancio brillaron un momento. Su mano se levantó y apretó la mía contra su pecho. La llevó a sus labios que apenas si la rozaron pero que levantaron hogueras y rescoldos brillantes de fuego enardecido.
Me acerqué despacio, como con miedo, como temiendo que fuera un espejismo y que todo acabara. Puse mi cara junto a la suya, rodeé su cintura con mi brazo, sentí su cuerpo caliente junto al mío, sentí destellos en mis venas y vibraciones en su muslo dorado. Sentí todo el latido de miles de pulsos circulando por su cuerpo y el mio.
Sus brazos me rodearon, su boca se acercó a la mía sin tocarla, su cuerpo buscó huecos y se arremolinó a mi lado juntando cada poro con los míos, sus pechos tocaron mi pecho y sus piernas se entrelazaron con las mías en un abrazo tierno de dulzura total.
Nos quedamos así. En silencio. En uno solo aunque fueran dos. Me besó. La besé. Apreté su cabeza contra la mía, acerqué más mi boca a su oído y susurré: «te quiero».
Se acercó la noche y se fue. Vino la madrugada y se marchó. El sol coló algunos rayos por los resquicios de la persiana.
Estaba allí. Como si nada hubiera pasado. Dormida en mis brazos, latiendo despacio para prolongar el momento.
Cuando abrió sus ojos, sonrió.
Angel Lorenzana Alonso