El perro miró al pez. El pez miró al pescador y el pescador miró a su perro. Todos se entendieron. Bastaba una mirada, una sola mirada con la comprensión de un río que caminaba manso en aquel amanecer de primavera.
El pez, vestido de oro, dio saltos fuera del agua para que perro y pescador lo miraran. Parecía divertido. El pescador se reía y el perro casi no sabía qué hacer. Miraba a su dueño por si le dejaba saltar al agua pero sabía que no, que no era el momento oportuno. No quería quebrar el momento.
El sol iba reflejando rayos, cada vez más intensos, en el cuerpo del pececillo de oro. El pescador, acostumbrado a cuentos que le habían contado, no podía dar crédito a lo que estaba pasando. Había oído las leyendas que hablaban de la presencia en el río de aquel tipo de pez, pero nunca lo había creído del todo.
Ni siquiera ahora, que lo estaba viendo, lo quería entender del todo.
Su caña empezó a moverse. Dos horas llevaba en el río y ni siquiera el más leve movimiento. Y, ahora, de repente, parecía haberse vuelto loca. Prestó atención y con todas sus artes de buen pescador, fue soltando y amarrando, tensando y dejando ir. Al poco tiempo la vio. Una hermosa trucha estaba enganchada en el anzuelo. La sacó del rio y volvió a lanzar su caña.
El pececillo de oro saltaba más que nunca y hacía piruetas en el agua. El perro lo miraba extasiado. El pescador, recordando las leyendas, inclinó levemente la cabeza, saludó con la gorra y volvió a estar atento a su caña.
Otra vez, una buena trucha se enganchó en su anzuelo. Pero ahora, en vez de intentar soltarse, fue nadando apaciblemente hasta el pescador que, sacando el anzuelo, cogió la trucha y la puso suavemente en su cesto.
El pececillo de oro volvió a saltar con más fuerza y dio vueltas alrededor del pescador.
Éste, volvió a recordar la leyenda y la entendió. No podría volver a pescar en ese día. Recogió su caña, miró las truchas pescadas, salió del rio, llamó a su perro, que no entendía nada, y se dispuso a marcharse.
Pero volvió a mirar al rio. Allí estaba el pez de oro, dando saltos y brillando cada vez más. Saludando al perro y al pescador. Saludando al río, a sus aguas, al resto de sus habitantes, a las nubes y al frescor de la mañana.
Decía la leyenda que el pez de oro ayudaría a cada pescador a buscar su comida pero que solamente dos piezas les estaría permitido en cada día.
Nada más, ni una pieza más. Lo suficiente para alimentarse con su familia. El resto de la pesca sería para otros pescadores o viviría para seguir produciendo más pesca en los años venideros.
El pescador dio las gracias, silbó y llamó a su perro y se fue contento hacia su casa, no sin antes saludar a aquel pez de oro que vigilaba en el rio.
Angel Lorenzana Alonso