El abuelo, tirando del ronzal, llevaba el caballo camino arriba.
El nieto, subido al caballo para que no se quejara por la fatiga, seguía intentando resolver los acertijos que su abuelo le planteaba.
Subieron la cuesta, más cansado el animal que ellos, el acertijo no “salía”, el abuelo se impacientaba y el nieto empezaba a pensar en otras cosas.
- ¿Dónde va este camino? – preguntó de pronto.
Ya habían dejado, a mitad de la cuesta, el camino principal y ahora era apenas una senda.
- Esta es la senda del cura. – respondió el abuelo. – Antiguamente iba hasta un pueblo que ya no existe. Un pueblo que fue devorado por las hormigas.
El abuelo calló un momento para ver la reacción del chico que parecía absorto en lo suyo.
- ¿Me escuchaste? – dijo el abuelo. – Devorado por las hormigas. Todo entero. Acabaron con los huertos, con las casas y hasta con una mujer, ya vieja, que no quiso abandonar el pueblo. Se comentaba que algo malo debieron hacer para que acabaran así.
En esas iban, acabada ya la cuesta. El sendero se iba perdiendo entre las viñas. Estaban llegando a la finca que tenían que regar. Casi no se veía ya el camino y abuelo, nieto y caballo bajaron por el medio de una rodera hasta el pozo que se hallaba en una esquina de la tierra.
Ataron el caballo a la noria y empezó sus vueltas sin fin. El abuelo arreaba al caballo y el nieto ya estaba sentado a la sombra del nogal. Era un día crudo de verano y ninguna nube les libraba del sol y del calor. El caballo seguía dando vueltas y el agua empezaba a inundar las tablas de alfalfa y de trigo. El abuelo se afanaba en guiarla.
El nieto, de pronto, se levantó de la sombra del nogal y se fue hasta el abuelo.
- ¿Qué habían hecho las gentes del pueblo desaparecido?
- No se sabe con certeza – dijo el abuelo. – Las malas lenguas hablaban que había sido porque ayudaban a Fulgención, aunque no creo que fuera solo por eso.
- ¿Fulgención?
- Estas tierras eran todo bosque. Este camino lo atravesaba y el cura iba de un pueblo a otro para decir la misa diaria. En el monte, vivía un bandolero, llamado Fulgención, que robaba al cura cada vez que lo pillaba por el camino. Casi todos los días le quitaba el bocadillo y las pocas monedas que había recolectado en la misa. Fulgención, además de al cura, asaltaba las casas de la zona al grito de “Donde entra el sol, entra Fulgención”.
El abuelo hizo una pausa para guiar con su azada al agua hacia la siguiente tabla de trigo. El nieto seguía cavilando, mirando intrigado a la senda e imaginando al bandolero con su trabuco. El abuelo sonreía al ver al chaval y preparaba la siguiente andanada de historias.
Pero el nieto calló y marchó a recorrer la senda de la que su abuelo hablaba, miraba a todos lados y no se sabe si acababa de creerse esa historia de bandidos, de hormigas y de pueblos desaparecidos. No habló más en toda la tarde pero sus ojos se iban una y otra vez hacia aquella senda, la senda del cura, y revivía en su cabeza la historia del bandido.
Muchos años más tarde, con el abuelo ya muerto hacia tiempo, un hombre y su nieto estaban en el bar de aquel pequeño pueblo. Se acercaron a la persona más vieja del lugar que dormitaba en un rincón con un vaso de vino entre las manos.
- ¿Oiste hablar de Fulgención?
- No se de que me hablas. – contestó el anciano. Y siguió jugueteando con su vaso de vino.
El hombre cogió de la mano a su nieto y cuando atravesaba la puerta del bar, creyó oir al viejo que murmuraba: “Donde entra el sol, entra Fulgención”.
Angel Lorenzana Alonso