El zumbido no le dejaba dormir. La mosca no se cansaba. Se posaba en su brazo, después en su cara, después se ponía a zumbar cerca de sus oídos. Más de tres horas llevaba así.
Y lo que más le molestaba era cuando se posaba en su nariz. Con su mano, trataba de cogerla, de espantarla por lo menos, de ahuyentarla y que le dejara dormir. No había forma.
Ya de madrugada, sin pegar ojo en toda la noche, allí seguía con su lucha interminable. Él y la mosca, la mosca y él.
Ella no se cansaba. Él pensaba si sería la misma o si habría llamado a sus hermanas y primas para que siguieran molestándole. También pensaba si la mosca no dormiría o si no tendría que ir a comer algo.
Se levantó malhumorado. Marchó a toda prisa hasta la ducha. Debajo del agua, pensó, la mosca no se atrevería a molestarle. Por entre la cortina de agua que caía, creyó verla posada, esperando, en una esquina de la mampara de la ducha. Con la esponja, trató de pillarla pero no lo consiguió.
Desayunó con ella, compañera inseparable. Probó la mermelada antes que él, metió sus patas en la mantequilla y en el café, miró la taza desde el borde, de vez en cuando un pequeño vuelo la llevaba hasta su cara o hasta su pelo. De ahí a su mano y otra vez a la mermelada. Todo intento de espantarla o de atraparla acabó sin éxito.
Con el transcurso de los días, y de las noches, se fue acostumbrando a su compañía. Y ella iba cogiendo cada vez más confianza. Se metía en su nariz y en su sopa, se posaba en la cuchara o en el borde del plato y, desde ahí, le miraba, Siempre le miraba.
¿Era siempre la misma mosca? ¿Habría pasado su costumbre a sus hijas o a sus nietas? No sabía cuánto vivían las moscas. Y tampoco quería saberlo.
Tres largos años, con ella o con sus congéneres, pasó aquel hombre con la mosca, con su mosca.
Moribundo en su cama, la mosca seguía y seguía. Llamó a su hijo y a su nuera y, al oído, les pidió por favor que, a su muerte, metieran a la mosca, viva, en el ataúd junto con él.
Y así lo hicieron. Era su pequeña venganza. No podía hacer otra cosa.
En el cementerio, mientras los albañiles ajustaban la losa en la tumba y el cura despedía al difunto entre responsos y cantos fúnebres, el hijo lloraba a su padre, colocaba las flores y se abrazaba a su esposa.
Ésta le dijo al oído: “No te muevas mucho, cariño, pero la mosca está posada en tu hombro”.
Angel Lorenzana Alonso