Cuando se levantó la mañana y el rocío perdió su fuerza irreverente de nocturnidad, el gorrión salió de su nido, medio dormido aún, sabedor del duro trabajo de alimentar una prole que cada vez pedía más y más.
Cuando la rama crujió bajo sus patas, recordó la noche pasada y recordó los miedos de una tormenta ilustrada de luces, ilustrada de tambores, húmeda y peligrosa al mismo tiempo, rompedora de quietudes amaestradas de otras noches de primavera,
Sus ojos vigilaron el cielo y su pico se movió inquieto. Sus alas se desperezaron y prepararon un vuelo en pos de la subsistencia y de cumplir con un día más de deberes apañados.
Saltó, se dejó llevar por el viento, se movió arriba y abajo, miró al suelo en busca de comida… pero no miró al cielo.
Allá, más arriba, mucho más arriba, pero bajando rauda cortando las nubes, el águila, con sus ojos clavados en el pequeño conejo que corría a ocultarse, pensando solo en lo suyo, ni vio al gorrión siquiera.
Chocaron en el aire. Desigual resultado.
El gorrión, agonizaba en el suelo. El águila, un poco llena de polvo, sacudió sus plumas, miró al gorrión y evaluó si merecía la pena como comida. Mucha pluma y poca carne, pensó. Pero el conejo ya se había escapado y más valía poco que nada. Volvió a mirar al gorrión que apenas se sostenía. Estaba indecisa. Debía ser el golpe porque nunca le había pasado esto. Desde siempre, la comida era la comida y no había que darle más vueltas. Pero ahora, ¿qué hacía ella pensando si debía comer al gorrión o no? Recordó, por un instante, que su madre siempre le decía que con la comida no se jugaba. Pero…
Con su pico, recogió su presa con sumo cuidado y la subió hasta su nido donde lo dejó con sus polluelos.
Angel Lorenzana Alonso