Crujió la sandalia al caminar por el largo y solitario pasillo que daba a la escalera. Se propuso no hacer ruido. No quería que nadie se diera cuenta de sus nocturnas andanzas.
Hoy era el gran día. Todo un año de cálculos en su celda, de cavilaciones y números, de pequeñas observaciones desde la azotea. Noches sin sueño y días de espera. Muchos días de larga espera.
Más de un año ya desde que la vio. Sus hermanos del monasterio se reían de él. Nadie le creyó cuando les contó su descubrimiento hacía exactamente un año, tres meses y doce días.
Durante más de una semana, noche tras noche, la estuvo observando. Entre Casiopea y la Estrella Polar, un poco más brillante que ésta, cada día un poco más al oeste. Y después, su estrella se fue desdibujando hasta que se perdió.
Su mente se puso a cavilar. Anotó brillos y trayectorias, hizo comparaciones y matizó observaciones. Su estrella no podía ser una estrella. O, por lo menos, no podía ser una estrella como las demás. Todas ellas estaban siempre ahí. La suya se movía.
El estudio del cielo había avanzado desde que Azarquiel, el árabe toledano, había dibujado el mapa celeste hacía ya cerca de cien años. Los cometas eran cosa conocida también desde siempre. Pero, las estrellas estaban “quietas” y los cometas “tenían cola”.
Su estrella, o lo que fuese, no era igual. Había aparecido, se había movido hacía el oeste y había desaparecido. Y no tenía cola. Si sus cálculos estaban bien, hoy volvería a aparecer donde la otra vez.
No se lo dijo a nadie. No quería que se rieran de él. La estrella, su estrella, aparecería esta noche, él saltaría de gozo, llamaría a sus hermanos y les contaría… les contaría sus hallazgos, sus ansias y sus desvelos.
Crujía la sandalia al caminar camino de la azotea. Su corazón latía de prisa, su pulso se aceleraba y casi no podía respirar. Paró y no pudo por menos de pensar: “Y si no estuviera?”. Siguió adelante, parando cada poco pero acelerando el ritmo de sus pasos. Todo estaba preparado: su improvisado trípode, su telescopio apuntando exactamente allí donde debía estar su estrella. Y ella tenía ya que estar allí, entre Casiopea y la Estrella Polar.
Se acercó, miró pero no la vio. Simplemente, no estaba.
Movió el telescopio hacia todos los lados. Revisó presuroso sus cálculos. Todo estaba correcto, Todo menos su estrella.
Ella no estaba.
Angel Lorenzana Alonso