A las once en punto, los vecinos acabaron de apilar los haces de leña en la plaza de aquella pequeña ciudad que nunca había sido ni ciudad ni nada que se le pudiera parecer.
A las once y cinco, la niña de nueve años sonreía ante el movimiento del pequeño hocico de mamá rata. Su hija la ratita miraba a su madre y a la niña sin entender demasiado lo que estaba pasando
A las once y diez, el cura hablaba con la madre de la niña y trataba de explicarle lo inexplicable. Había consultado con el señor obispo, con el señor juez y con el señor condestable de aquellos pagos. Y todos estaban de acuerdo. El caso no ofrecía ninguna duda
A las once y cuarto la rata hija daba vueltas alrededor de la niña chillando como una auténtica posesa. Su mamá trataba en vano de calmarla. La niña tenía la mirada perdida en el horizonte oscuro de la noche. Intuía que algo estaba pasando pero no acertaba a adivinar lo que era. Sus amigas, las ratas, las únicas amigas que tenía, estaban inquietas y no paraban de mover el hocico.
A las once y veinte de aquella noche, el pueblo estaba sumido en la tensa espera que suele anteceder a las grandes desgracias. Los vecinos no salían de sus casas pero no paraban de cuchichear a escondidas. Todo el mundo tenía su opinión formada y bastante clara pero casi nadie se atrevía a expresarla en voz alta. Solamente las autoridades, sabedoras de su importancia en este caso y, responsables como eran cuando podían hacerse notar, seguían reunidas y corrían de la iglesia al ayuntamiento, de allí a la obispalía y de allí a la sacristía nuevamente. Todos estaban de acuerdo pero cada uno quería cerciorarse y ampararse en la opinión ajena. Varios años llevaban ya analizando, discutiendo y pontificando sobre el asunto. Todo estaba “meridianamente claro” como había dicho el prelado.
A las once y veinticinco, las ratas de los pueblos vecinos habían venido y se habían reunido en las callejas vecinas. Conocían los dimes y diretes que circulaban por la comarca y presagiaban el desenlace. Ayudarían en lo que pudieran, aunque sabían que poco era lo que ellas pudieran hacer. La niña, mientras tanto, jugaba al escondite con su amiga la ratita pequeña aprovechando que la rata madre se había marchado a la reunión con sus congéneres.
A las once y media, la situación y las consecuencias estaban claras y decididas: las autoridades buscaban el consenso tácito de los vecinos; los vecinos asentían y esperaban el buen hacer de sus jefes; las ratas se amontonaban y chillaban bajito para no hacerse notar demasiado; la madre de la niña daba vueltas por sus habitaciones, juntaba sus manos como suplicando y pensaba en qué había hecho ella, en qué hubiera podido hacer y en qué pudiera hacer ahora; mamá rata chillaba y tiraba de la falda de la niña; la ratita pequeña miraba atónita a su madre y a la niña y la niña no entendía casi nada y seguía jugando y jugando. ¡Qué feliz era con sus amigas las ratas!
Todo quedó en silencio en el pueblo.
A las doce menos cinco, fueron a buscar a la niña, la ataron, entre gritos, a los haces de leña y el señor obispo, delegado para la ocasión del señor inquisidor, leyó la sentencia. Se condenaba a la niña por impura y por jugar con las ratas, animales también impuros y representantes del maligno.
A las doce menos un minuto, alguien encendió la hoguera mientras las ratas prendían fuego a la ciudad.
A las doce en punto de la noche, todo ardió en aquella ciudad donde había una niña que jugaba con las ratas.
Angel Lorenzana Alonso