Ayer, las máquinas entraron en mi pueblo y derribaron la casa de mi abuelo, la casa donde yo nací en un recién estrenado otoño hace ya más de setenta años.
Era la última (o la primera, según se mire, empezando por arriba) casa del pueblo, pues con ella terminaba, o comenzaba, el pueblo. Era de ladrillo rojo visto y macizo, destacando de la mayoría que estaban construidas con adobe o con muros de tierra pisada. Me enorgullecía haber nacido en aquella casa tan singular. Tenía dos entradas: una para las personas, con una puerta pequeña, y otra para los animales y el carro. En la entrada pequeña, se sucedían las habitaciones, el salón y la cocina. Y una escalera para el piso de arriba. Y una entrada para la cocina vieja que indicaba que allí había habido otra casa más vieja. Las puertas grandes, en la parte trasera, guardaban el carro y los aperos y una escalera subía hasta el corredor de madera que servía de entrada a los graneros. Siempre me llamó la atención, al fondo del todo, un agujero en la pared que daba a otra habitación, más alta, incomunicada y a oscuras.
Pero, la casa, con ser importante en sí misma, lo era aún más porque, cada vez que la miraba, volvía mi abuelo a estar conmigo.
De mi abuela, muy pocos recuerdos. Murió muy pronto y solamente los terrones que me sacaba de los sacos de azúcar, y que me guardaba celosamente, son testigos, en mis recuerdos, de su cariño.
Mi abuelo, mucho más longevo, era uno de mis referentes más importantes. Su alta y delgada figura tiró caramelos por el pueblo el día que yo nací. Era su primer nieto, un varón después de sus cuatro hijas.
A mí me contaba sus historias y sus acertijos y yo era el “compinche” para deslumbrar a vendimiadores y demás compañía con sus juegos de cartas. Yo le acompañaba a vender una ternera en el mercado de la capital, a llevar el trigo al molino, a recoger uvas días antes de la vendimia o ir a las nueces en su finca del valle de arriba. O a recoger pichones en el viejo y cercano palomar.
En la barrera que estaba al lado de la casa, hacíamos adobes de barro que tendíamos al sol y dábamos vuelta para que secaran. Y en la piedra que hacía esquina en la casa, nos sentábamos a descansar y a aprovechar para un trago de vino y para seguir contando historias. Era una gastada piedra en que alguna vez algún sesudo varón de la capital creyó ver un “miliario”. Esa misma esquina donde, se clavaba el yunque en el suelo y él “picaba” las guadañas y las hoces en los tiempos de la siega.
Mi abuelo tenía cuatro bodegas: una al lado de la casa y otras tres, unidas y comunicadas entre ellas, con el resto de las bodegas del pueblo. Una llave larga y ganchuda, que yo llevaba como un tesoro, nos permitía la entrada y yo podía jugar a piratas, bandidos y ladrones corriendo de una a otra. Bandidos que mi abuelo aprovechaba para contarme sus historias.
Hacía sus propios cestos y carriegos para la vendimia. Yo le miraba embobado mientras él entretejía los mimbres e iba dándoles la forma apropiada. “Lo más difícil es el culo” decía cuando acababa de hacer la parte de abajo de la talega y dejaba enhiestos los mimbres guía para seguir tejiendo hacía arriba. Y ahí paraba. Se secaba el sudor con el pañuelo, se levantaba del suelo, miraba su obra y se iba a la casa a beber algo. Yo, curioso, miraba los mimbres entretejidos, los tocaba y los deshacía para ver cómo lo había hecho. Cuando él llegaba, el culo del cesto ya no existía, un “me cago en la horca” salía de su boca y empezaba una carrera, él detrás de mí con su cinturón en la mano. Nunca me pilló.
Y, en las noches de verano, cuando las mujeres hacían corro en un rincón de la calle y allí cosían, tejían o contaban historias, mi abuelo cogía las alforjas del caballo, las tendía en el suelo y, con la cabeza hacia la pared, esperaba a su vecino el carpintero que, con la misma maniobra, se tendía a su lado. Entre ambos, un espacio que yo ocupaba rápidamente. Ellos hablaban, yo escuchaba y de vez en cuando preguntaba algo. Se hablaba del tiempo, de las cosechas, de los asuntos del día. Cuando estos temas se agotaban, empezaba lo interesante para mí: por qué la luna no salía todos los días por el mismo sitio, por qué brillaban más unas estrellas que otras, por qué mañana era posible que lloviera, que si tal o cual estrella era de tal o cual forma, que si las vacas se entelaban o no con la hierba, que si algún bandido o personaje había hecho o no algo, que si la forma de la tierra era así, que… explicaciones, exactas o no, científicas o no, pero que daban respuestas a mis preguntas, muchas de ellas que habían nacido minutos antes. Nunca se me había ocurrido, hasta que ellos lo planteaban, que la luna cambiara de sitio para salir cada día.
Miles de historias se agolpan en mi cabeza: los bandos de palomas, las cartas con patas, cómo la voz viajaba por los cables hasta llegar a la radio de su cocina, cómo pisar las uvas para tener buen vino, la forma correcta de podar los árboles frutales y las cepas, los viajes de las estrellas y el señor con la horca y las zarzas en la cara de la luna.
Y, juntos, fuimos viendo nacer a los otros nueve nietos.
Mi abuelo se fue a vivir a la ciudad y allí seguía riñéndome por pagar por un café cinco veces más de lo que él pagaba en el hogar del pensionista. Pero siempre, siempre, se le notaba orgulloso de su nieto mayor cuando me presentaba a sus amigos.
Ya no habrá una casa que me lo recuerde. Pero él seguirá estando siempre conmigo.
Gracias, abuelo.
Angel Lorenzana Alonso
Dedicado a mi abuelo Evencio