El coche se detuvo a unos pasos de la entrada del cementerio. Era un coche grande y negro, de gente de bien que se decía antiguamente. Primero salió el caballero que venía, soberbio y bien plantado él, conduciendo aquel coche magnífico y flamante, como recién salido de fábrica. Abrió la puerta del acompañante y ayudó a salir a su anciana madre que traía en sus brazos un inmenso y precioso ramo de flores.

De la parte de atrás, salió la esposa del caballero, vestida para la ocasión, con traje oscuro y un velo cubriéndole la cara recién pintada. Dos críos de unos diez años la acompañaban. Traían calabazas con luces por dentro, arañas por todas partes y unos huesos colocados en el pelo. Venían vestidos de perfectos “jalouines” como requería la moda para un día como éste.

Mientras ella, con sus hijos, jugaban al “truco o trato” y a darse golosinas para el mayor engorde de los susodichos, el caballero acompañó a su madre hasta la tumba, la ayudó a colocar las flores y la dejó sola, recordando, acariciando la descolorida pero limpia lápida y elevando los ojos al cielo mientras murmuraba oraciones que solo ella sabía y entendía.

Él, descreído, se dedicó a pasear por entre las tumbas, mirando las dedicatorias, riéndose para sus adentros. De repente, un vivo recuerdo vino a su mente: su abuelo y él, pequeño, de la mano, escuchando a un ciego y recitando después la vieja copla de la calavera hasta aprenderla de memoria.

Sus jalouines hijos, riéndose de todo y pensando solo en la fiesta extranjera del truco y del trato, habían irrumpido en el cementerio, mientras su mujer se recomponía la cara en el reflejo más refulgente de la lápida más cuidada. Bromeando, los hijos se cogieron a sus manos y reían ante las cruces grandes y pequeñas de los panteones. La abuela seguía rezando y agarrándose entre lágrimas a la lápida donde estaba su esposo.

El caballero y sus hijos habían llegado al extremo más alejado y antiguo del cementerio. Se pararon ante una vieja tumba que no lucía nombre, ni lápida. Solo una herrumbrosa cruz casi caída recordaba que allí estaba alguien enterrado.

Todos se rieron de la pobreza de la tumba. La copla de la calavera volvió a la mente del caballero y, sin pensarlo, dijo en alto:

                “Yo te brindo, calavera,

                 a cenar de la mi cena”

Con sus hijos, celebraban la ocurrencia. La vieja cruz se movió un poco mientras una voz replicó:

               “No te burles, caballero,

                 mi palabra doy por prenda”

 A la hora de la cena, nadie hablaba: La abuela rezaba ante un pequeño altar improvisado, los niños se acurrucaban junto al padre y ya no tenían ninguna gana de juegos ni de golosinas y el caballero, en un rincón, le dijo a su mujer:

“Acuérdate de poner seis platos para la cena”.

 

Angel Lorenzana Alonso