Desde pequeño, cuando pasaba delante de ella camino de la escuela, la puerta azul oscuro siempre estaba cerrada. Cada cierto tiempo, alguien, no sé quien, daba una mano de pintura a la puerta, siempre del mismo color azulón, pero la puerta seguía cerrada. Y alguna vez, mis compañeros de correrías y yo estuvimos tentados a abrirla, o a derribarla si era preciso, para ver qué se ocultaba tras ella.
Nadie sabía quien vivía allí y, si lo sabían, no se atrevían a nombrarlo siquiera. Era simplemente una puerta cerrada. Las ventanas, casi siempre cerradas también, alguna vez mostraban signos de vida y permanecían abiertas algunos pocos minutos. Solo eso. Ni luces, ni salidas, ni entradas, ni ruidos siquiera.
Por eso, cuando aquel día por la tarde, los coches de la policía y de los bomberos aparcaron en la calle, todo el mundo se alarmó y se concentró delante de la puerta, más por la malsana curiosidad que por si podían ayudar en algo.
La puerta azul estaba abierta y la ventana de la derecha también.
Los policías entraron y salieron hablando por esos artilugios que se ponen al oído. Los bomberos entraron, vieron y salieron también. La señora Jacinta, una viuda del pueblo de al lado que nunca se la había visto por aquí, entró en la casa, no se sabe qué estuvo haciendo allí, volvió a salir, miró la puerta azul y la ventana y volvió a meterse en la casa cerrando la puerta por dentro.
Los vecinos no sabían qué hacer. Y empezaron las murmuraciones y las adivinanzas. Unos aventuraban que algún bicho raro ocultaban en la casa. Otros apuntaban que sería que el tejado se estaría cayendo y que por eso habían venido los bomberos. Los más malpensados iban por algún hijo oculto de esa señora Jacinta que nadie conocía. No obstante, alguno afirmó haber visto más veces a esa señora y no había notado nada raro.
Por allí apareció el listo del pueblo, que había llegado a cabo durante la mili y que, como autoridad que era, dijo que les había preguntado a sus “compañeros” los policías y que estos le habían respondido que se metiera en sus asuntos De lo cual, dedujo él, que seguramente había gato encerrado y que el asunto podría ser hasta peligroso para el pueblo.
Unos días más tarde, todo quedó en calma pero no cesaron las murmuraciones. La puerta volvió a estar cerrada, la señora había desaparecido y el “listo”, junto con el presidente pedáneo, siguieron haciendo pesquisas por su cuenta. De hecho, más de una vez se les vio cuchicheando delante de la puerta azul, pero nunca debieron llegar a conclusión alguna, puesto que nada dijeron a pesar de las preguntas de los vecinos.
Pasó el tiempo, seguramente más de dos años, sin que nada pasara. Un día de Jueves Santo, la señora Jacinta apareció arremangada, abrió de par en par las ventanas, dejó abierta la puerta “para ventilar”, según dijo, y sacudió el polvo de una vieja alfombra.
Nada dijo, ni un comentario ni una maldición siquiera. Varias horas después, cuando ya el señor cura se acercaba a ruegos de los vecinos, ella, dejando la puerta abierta, tiró la llave en medio de la calle y se marchó para su pueblo.
Hoy en día, aunque el presidente recogió la llave, no se sabe de nadie que haya cruzado el umbral de la puerta.
Angel Lorenzana Alonso