Todas las mañanas, recién salido el sol, aquella rana casi verde, salta por mi ventana y, al lado de mi cama, o encima de ella la mayoría de las veces, comienza a relatarme las noticias del día.
Siempre empieza por las noticias “locales”, las de la charca donde ella vive: Que si la abuela ha mejorado un poco del reuma, que si la amiga suya se ha enfadado porque su novio quiere irse con otra, que si ha llegado a la charca una rana nueva un poco presumida porque viene de cerca de la capital, que si este año no sé si aguantará el agua hasta la temporada de lluvias… A estas alturas del relato matinal casi estoy dormido otra vez pero una voz más alta que otra de la rana me despierta y hace que ponga atención de nuevo.
Después de las noticias locales, viene una tanda de peticiones para ver si yo pudiera hacer algo para remediar la situación. La que más se repite con el pasar de los días es la de que la charca se está quedando sin alimento y ello, junto al progresivo aumento de la población “ranil”, hace que sea urgente la toma de medidas. El cambio del tiempo atmosférico, las danas cada vez más frecuentes y amenazadoras desde que los presentadores de televisión aprendieron el nombre, las oleadas de calimas que llegan y que parece que van a acabar con la arena del desierto y dejar a los pobres alacranes sin su hábitat, las tormentas de aire frio que lo dejan todo congelado… todo revierte en una dura situación para la charca y sus habitantes.
Y, por fin, las noticias nacionales e internacionales: las de hoy son iguales a las de ayer. A veces cambian un poco los nombres, pero es igual. Y menos mal que mi rana se salta las noticias de la comunidad.
Hoy se me ha ocurrido que voy a despertarme un poco más pronto y así conoceré a la rana. Puse el despertador pero la impaciencia me impidió dormir. A las cinco de la mañana tuve que levantarme a mojarme la cara para no dormirme, por si acaso. Pronto aparecería. Me aseguré que la ventana estaba abierta y miré varias veces por si acaso estaba ya viniendo desde la charca.
Nunca lo había pensado pero, a estas horas de la amanecida, empecé a cavilar sobre cómo se podía enterar la rana de las noticias que después me contaba a mí. Y no se me ocurría nada. Pasé un buen rato pensando. La rana estaba a punto de llegar. En último caso se lo preguntaría a ella directamente.
Estaba amaneciendo y faltaba poco para que saliera el sol. De pronto, el reloj de la radio que actuaba de despertador empezó a funcionar después de un prolongado pitido. Pero la rana no aparecía.
El sol ya estaba por encima del horizonte. ¿Le habría pasado algo? ¿Precisamente hoy que yo la estaba esperando? Esperé y esperé pero no apareció.
Durante todo el día estuve preocupado. E, incluso, me di una vuelta por la charca y sus alrededores por si la veía. Pero nada de nada. Podía ser que estuviera enferma o que hubiera salido de viaje. Pero… me lo hubiera dicho. Bueno, esta noche saldría de dudas.
Pero esa noche tampoco apareció. Y tampoco a la noche siguiente. Ni a la siguiente. Noches y noches en vela, para nada. Dejé de esperarla toda la noche y solamente madrugaba un poco y la esperaba despierto por si volvía. Pero nunca más la volví a ver. Pensé que es que la rana, mi rana, era muy tímida y no quería que la vieran. O, quizá es que no quería que YO la conociera. O se había muerto, o se había mudado a vivir a otra charca, o… Al resto de las ranas no me pareció oportuno preguntarles porque, me imaginaba yo, no sabrían hablar y yo tampoco hablaba su lenguaje.
No paraba de pensar en ella. No porque me preocupara de las noticias como tales, que ya me enteraba por otros medios, sino por otras razones más preocupantes: ¿por qué me hablaba la rana? ¿Por qué a mí precisamente, si yo nunca había oído que una rana hablara a las personas? ¿Por qué se enteraba de las noticias antes que nadie? ¿Por qué había desaparecido? ¿Por qué precisamente cuando la iba a conocer? ¿Por qué…?
Y enfermé pensando en las posibles respuestas. ¿Y si no había respuestas? Preocupado cada vez más y cansado por no dormir, visité a mi médico. Le tuve que explicar y contar lo que me pasaba. Me remitió a otros médicos y así pasé, de médico en médico, mucho tiempo. A todo esto, la rana seguía sin dar señales de vida.
Los doctores se reunieron y llegaron a un acuerdo: el paciente, o sea yo, sufría un trastorno de no sé qué tipo raro. No me explicaron en qué consistía pero era algo de apariciones, estuve en una clínica allá en el monte, descansando, y, a los quince días, me mandaron a casa. Mi enfermedad, dijeron, no era peligrosa y, probablemente, tendería a desaparecer con el tiempo y un buen reposo. No me gustaban las pastillas que me daban y, al tercer día, dejé de tomarlas.
Regresé a mi casa y, esa noche, dormí casi sin despertarme. Un poco después de amanecer, a continuación del prolongado pitido, sin despertarme del todo todavía, mi rana vino para contarme las noticias del día.
Angel Lorenzana Alonso