Era ya tarde cuando aquel caballero, con el jubón de color amaranto bajo la armadura, llegó al castillo. Su andar era firme y sus ojos tenían el fulgor de los relámpagos en la tormenta. La reina lo miró y, rápidamente, le invitó a sentarse a su lado. Ayudaron al caballero a quitar la coraza, el yelmo, gorjal, guanteletes y espinilleras. Resaltaba aún más el color de su jubón.

Sin hacer nada especial para ello, la reina le reía las gracias, estaba atenta a sus aventuras e invitaba a los demás comensales a aplaudir las tonterías que el caballero amaranto narraba. Al final de la cena, la reina le cogió de la mano y lo llevó gozosa a sus aposentos reales. Un poco antes del amanecer, lo levantó y le obligó a marcharse. Fue una buena noche pero ella no quería que ningún varón dijera que había pasado la noche entera con la reina. Ella era así y no iba a ser esta una excepción.

El caballero salió del castillo y plantó su tienda debajo de un gran árbol a la vista de las ventanas de la reina. Y un día tras otro intentaba entrar pero tenía que contentarse con ver a la reina asomada a sus ventanales. Ni una palabra volvieron a cruzarse. Solo miradas y quizás algún desdeñoso y disimulado saludo con la mano.

Pasó el tiempo. La nieve cubrió los campos y la primavera llenó los ríos. Y la vida pareció volver a nacer en los dominios de la reina. El caballero de jubón amaranto siguió imperturbable bajo el árbol del jardín que separaba el castillo de la playa. Allí se ejercitaba bajo la atenta mirada de los moradores de la gran torre. Nadie entendía casi nada pero nadie osaba sacar el tema en sus conversaciones con la reina.

Al comienzo de aquella dulce primavera, a la vuelta de una gran cacería a la que, como en otras ocasiones, nuestro caballero no había sido invitado, la reina paró su caballo a la entrada de la tienda. Mandó encerrar a sus perros y todo su séquito entró en el castillo. Solo la reina quedó a la puerta de la tienda, montada en su caballo, impaciente pero sin dar muestra alguna de ansiedad o de preocupación. Pasado un buen rato, el caballero la invitó a pasar. No había amanecido aún cuando se vio salir a la reina y dirigirse, sola, a su castillo.

Y la vida siguió como antes. Cada uno en su sitio. Y los días se fueron sucediendo: la reina en la torre y el caballero en el prado.

Un buen día, cuando la reina se asomó a su ventana, el caballero, su caballo y su tienda habían desaparecido. Nada indicaba su anterior existencia a excepción de un cuadrado sin hierba apenas en donde había estado la tienda. Y, en una esquina, una larga vara clavada con un trozo de tela color amaranto.

Llegó el verano y se fue. Y el otoño y un largo y frío invierno vinieron y se fueron. La reina miraba, intrigada y cada vez más pesarosa y preocupada, y solamente la vara con la tela, cada vez más descolorida, permanecía en su sitio. Nadie osaba tocarlo pero todo el mundo murmuraba. La reina salía a caballo, paseaba sola y lanzaba miradas hacia aquel trozo de tela. Sin querer reconocerlo, porque para eso era la reina, cada día añoraba más aquella presencia que ya no estaba, y odiaba el atrevimiento de aquel que se había ido.

Paseaba a caballo, al atardecer, por el sendero al borde del precipicio que daba a la playa. El sol rielaba en el agua y la luz de sus rayos producía colores sobre las olas. Y esos colores recordaban al jubón del caballero desaparecido. Y, sin pensarlo, la reina picó espuelas y, por el estrecho sendero, bajó a galope hasta la playa, enfiló el sendero de luz sobre el mar y quiso alcanzar a su amante en medio de las olas. El caballo quedó atrás y ella siguió adelante.

Cada vez le costaba más mantenerse a flote y el caballero no aparecía. Maldijo su ímpetu y trató de volver. Entre ola y ola que la azotaban y la golpeaban, y dándose cuenta que ya era tarde para llegar hasta la playa, se cansó de batir el mar con sus brazos cansados y se dejó llevar por una resaca que iba arrastrándola cada vez más adentro.

En un último momento antes de acabar hundiéndose, creyó divisar, en el prado al lado de su torre, al caballero con el jubón color amaranto que había vuelto.

 

Angel Lorenzana Alonso