Más de cinco años habían pasado desde que mis padres decidieron trasladarse a vivir a la ciudad. Y, por tanto, mi estancia en el pueblo, salvo algún día suelto de verano o el día de la fiesta de San Antón en enero, ya no existía. Tendría yo unos quince o dieciséis años y, desde entonces, las vacaciones ya las pasaba mayormente en la ciudad y no en el pueblo como hasta entonces.
Y más de cinco años hacía que no veía a mi viejo caballo. Mis padres, cuando se fueron a la ciudad, vendieron todos los animales de la casa: las tres vacas, el cerdo, las gallinas y aquel viejo caballo que había nacido casi con mi hermano y conmigo. Aún recuerdo cuando mi padre lo trajo a casa siendo un potrillo rubio, con crines y rabo blancos y con una especie de flecha también blanca en la frente. Y “rubio” le llamamos mi hermano y yo.
Era manso y dócil y pronto se integró en la vida familiar. Yo creo que nos quería. O por lo menos, que nos apreciaba a los cuatro. Cualquiera de nosotros, mi padre, mi madre, mi hermano o yo, podíamos subir a su lomo sin problemas. Le gustaba que le habláramos y que le acariciáramos. Y hasta que le “raspáramos” con aquel cepillo de púas.
No necesitaba cabezada, aunque se la poníamos por si acaso. Subido a su lomo, bastaba un ligero toque con mis piernas para que echara a andar. Si querías que corriese, te agarrabas a sus crines plateadas y le animabas con la voz. No era muy veloz pero sí lo suficiente para que, encima de su lomo, te sintieras el Cid, o el Zorro, o un valiente caballero medieval o el más bravo de los mosqueteros. Corría hasta el abrevadero, apartaba las hierbas y brozas con su aliento, bebía con deleite el agua limpia y fresca, te miraba y ponía, sin decirle nada, rumbo a casa, calle arriba. Paraba junto al portón, esperaba a que yo lo abriera y entraba en el portal. Volvía a pararse para que yo me bajara, empujaba con su morro la puerta de la cuadra y caminaba tranquilo hasta su pesebre.
Te esperaba y salía a tu encuentro cuando ibas a buscarle. Raramente te desobedecía. Aunque en alguna ocasión el viento le traía olores de alguna yegua y proseguía el camino en pos de ella aunque su jinete intentase disuadirle. A mi hermano fuimos a buscarle al pueblo vecino en alguna ocasión.
No tuve ocasión de despedirme cuando mi padre se lo cedió a un primo suyo, vecino del mismo pueblo. Pero el primo no era igual que nosotros: le chillaba y el caballo notaba que no era su familia. Un día de un verano, mi hermano estaba ayudando a ese primo en las labores de la trilla. Al acabar la faena, fue con el caballo hasta el abrevadero. Lo soltó un momento y el rubio se puso a andar camino de su antigua casa. Costó trabajo conducirle a su nuevo hogar. Pensó el pobre caballo que sus antiguos dueños habían vuelto a por él.
Y aquel día, cinco años después de nuestra separación, estaba yo junto al estanque y oí un suave relincho a mi espalda. Me volví y allí estaba él, mirándome, del ronzal de su nuevo dueño. Le acaricié la frente y el cuello y le pregunté a su nuevo dueño por qué no venía montado en él. “No deja que lo monte”, me contestó el primo. “Se vuelve contra mí e intenta morderme”, apostilló, mientras el caballo lo miraba desconfiado. Me sentí extrañado por ese comportamiento del rubio. Me acerqué a él, acaricié su frente y su cuello, pasé mi mano por su lomo, cogí el ronzal y me subí encima casi de un salto.
El caballo me miró, yo creo que sonrió de esa manera como sonríen los caballos, dejó de beber, se alejó del abrevadero y comenzó primero a trotar y después a galopar por el camino de tierra. Llegó hasta el puente, hasta donde él y yo solíamos ir, dio la vuelta y, otra vez al galope, fuimos hasta donde estaba, asombrado, el primo de mi padre. Hizo ademán de tirar para mi antigua casa pero no le dejé. Me bajé y le entregué el ronzal a su nuevo dueño que no salía de su asombro. E hizo un pequeño ademán para montarse él y el caballo le enseñó los dientes en señal de seria advertencia.
El primo se encogió de hombros mientras tiraba del ronzal camino de su casa. El caballo, mi rubio, me dirigió una última mirada, larga como una despedida. Creo que una lágrima rodó por su cara y por la mía.
Nunca lo volví a ver.
Ángel Lorenzana Alonso