Ya llevaba más de un mes en su escondite de aquella destartalada iglesia. Había encontrado una forma de entrar, buscó el lugar más abrigado, detrás de aquel mueble y allí se quedó. Todas las mañanas, salía de su escondite, buscaba restos de comida por esa pequeña ciudad y recogía, si tenía suerte, alguna moneda de las que a él le gustaban, de las pequeñas y marrones. Eran su pequeño tesoro y las iba amontonando en un rincón de su refugio.
Poco después de instalarse, trajeron aquella figura. Era muy alta, de madera, con los brazos extendidos y clavadas las manos. Le asustaba la tristeza y la angustia de la cara contraída. Desde su guarida, lo miraba y le daba pena, le asustaba cuando se lo encontraba de frente. Oyó decir a la gente que lo trajo que ya estaba muy viejo y que habría que restaurarlo… pero no había dinero. Aprendió a convivir con él y hasta le saludaba cuando entraba y salía.
Un viejo sacerdote decía todas las tardes una misa para cinco o seis fieles que acudían. Pasaba una cesta en la que depositaban alguna moneda y decía que las guardaría para restaurar la imagen. Eran monedas parecidas a las que él atesoraba.
Y así pasaban los días, muy parecidos los unos a los otros. A él no le molestaban. A veces, pensaba que la imagen le hablaba cuando él estaba durmiendo.
Era ya metido el otoño cuando aquel hombre entró en la iglesia y con una cámara enorme, iba grabándolo todo. Tuvo que esconderse y tener cuidado de que no le vieran. La cámara pasó por la imagen, por la misa, por los viejos arcos y por los bancos casi vacíos. Cuando marchó, quedó más tranquilo. Pensaba que, a pesar de que se había aventurado un poco, el hombre no le había pillado. Debía ser algún turista.
Días más tarde, ese mismo turista revisó la grabación. Volvió a mirarla para asegurarse de lo que veía y corrió, preguntó por la casa del obispo y pidió audiencia urgente. A la vista de su estado de agitación, el obispo le recibió. Ambos se sentaron para ver varias veces la grabación. Hicieron una copia que quedó guardada en poder del prelado.
El obispo se puso en marcha: llamó a sacerdotes y fieles, maniobró en altas instancias, habló con las fortunas de la ciudad y rezó todo lo que sabía. Se puso en marcha una operación consistente en restaurar, como fuera, aquella imagen abandonada. Tendría que estar lista para la próxima procesión de Semana Santa.
Todo aquel trasiego no le gustaba mucho al pequeño ratón que tenía su casa detrás del viejo confesionario. Tenía que tener más cuidado y temía por si le hacían más daño al hombre de madera que, ahora, era ya su fiel amigo. Seguía saliendo todos los días a buscar monedas y comida y vigilaba la restauración de la imagen. A veces venían a la iglesia gentes que parecían importantes y hablaban y discutían de cómo hacerlo mejor. De vez en cuando, miraban por todo el suelo y las paredes. Él tenía que esconderse bien. Nunca le descubrieron.
Cerca ya de la total restauración, el señor arzobispo y un cardenal vinieron a preguntar por las obras. Conversando con el obispo, quisieron ver aquella famosa grabación, origen de todo aquel revuelo. No salían de su asombro cuando vieron al viejo sacerdote pidiendo a sus fieles unas monedas para restaurar la imagen deteriorada. Y cuando vieron al pequeño ratón con una moneda en la boca, dejándola caer en la cesta, junto al altar.
Todos celebraron, el día de Viernes Santo, que el Cristo volviera a pasear por las calles de la ciudad. Incluso habían puesto su ropa al pie de la cruz.
Un niño, que miraba entusiasmado el paso de las imágenes, justo detrás de los prelados, dijo: “Mirad, hay un pequeño ratón entre la ropa”.
Ángel Lorenzana Alonso