Las abejas daban vueltas y vueltas cuando veían la flor. Pero ninguna se atrevía a intentar posarse en ella. Los altos cardos que la rodeaban amenazaban, con sus afiladas púas, a quien osara acercarse.
Y la flor se esforzaba en hacer valer sus colores, en que sus pétalos fueran lo más llamativos posible y en que su fragancia atravesara las barreras punzantes que la rodeaban. Pero los cardos eran más altos y acaparaban todo el espacio haciendo que sus colores predominaran y que su anchura, llena de espinas, no diera opción a que las abejas pudieran entrar hasta la pequeña flor.
Los cardos esparcían su polen gracias al viento mientras que ella, más atractiva, se quedaba, un año más, sin cumplir con su objetivo polinizador.
Una pequeña hormiga estaba escalando por el cardo y vio llorar a la flor. Se había escapado de su madre que la buscaba inútilmente por la fila camino del hormiguero.
La hormiga siempre había sido muy de ir contra corriente y su madre tenía que vigilarla de cerca. Bastaba que su madre dijera que no se acercara a la flor aquella para que ella quisiera verla a toda costa. De todas formas, se subió a uno de los cardos para, desde allí, observar y ver lo que pasaba. No se atrevía a subir hasta la flor.
Desde el cardo, oía los lamentos y las quejas. Ella poco podía hacer ante la envergadura de los tallos que la rodeaban. No obstante, habló con cada uno de los cardos, les rogó que apartaran un poco sus espinas para dejar sitio a la flor. Trató de empujarles un poco pero poco podía hacer. Ella era demasiado pequeña y su fuerza era escasa para poder mover aquellos robustos y altos tallos. Hasta llegó a implorarles para que se apiadaran de la flor.
Cabizbaja y pensativa marchó hasta el hormiguero. Su madre la reprendió severamente por su aventura pero la pequeña hormiga seguía pensando posibles soluciones. Pensó en llamar al viento para que apartara los cardos, pero el viento soplaría e inclinaría también el débil tallo de la flor. Pensó en llamar al sol y suplicarle que no iluminara a los malvados cardos pero el sol le diría que necesitaría la colaboración de las nubes y ellas eran muy desobedientes. Pensó en hablar con los pájaros para que ellos apartaran a los cardos pero ellos dirían que ese no era su problema y que a ellos no les estorbaban. Pensó muchas cosas pero ninguna acababa de convencerla.
Varios días estuvo pensativa y su madre no sabía qué hacer. Cuando le preguntó, la hormiguita le contó la historia de la flor. La madre trató de consolarla y prometió ayudarla a buscar soluciones. Y en eso anduvieron madre e hija durante varios días. Y dándole vueltas y vueltas estaba la madre cuando vio a un grupo de compañeras trasladando un tronco muchísimo más grande que todas ellas. Y allí estaba la solución.
Ella sola nada podía hacer. Sola con su hija tampoco era suficiente. Necesitaba ayuda y sabía dónde encontrarla. Marchó directamente a hablar con una de las reinas del hormiguero. Le explicó la situación y le habló de lo buenas que eran las hojas de cardo para el sustento y la construcción del nuevo hormiguero que estaban construyendo. La reina lo pensó y lo sopesó, lo habló con otras reinas cercanas y decidieron dar poderes a la hormiga para que con mil de sus compañeras fueran hasta los cardos y recolectaran sus hojas.
En pocos días, los cardos siguieron siendo igual de altos pero perdieron su anchura gracias a las voraces mandíbulas de las hormigas. Las abejas podían entrar volando hasta la pequeña flor y hacerse con su néctar.
Desde lo alto de la flor lila del cardo, la pequeña hormiga había aprendido la lección y sonreía. Muchos pequeños hacen más que uno grande. El trabajo en grupo era la clave del éxito y para grandes empresas, contar con los demás es casi siempre lo mejor.
La pequeña flor abrió sus pétalos y hasta ella llegaron los aplausos de la hormiga.
Ángel Lorenzana Alonso