Iban despacio por la cañada. Sin hacer ruido. Sin pisar una rama que pudiera delatarles. Ella, un poco más pequeña que ellos, era, no obstante, la que dirigía la marcha. Sus potentes cuerpos, sostenidos por largas y ágiles patas les permitían recorrer largas distancias, como ahora sucedía.
Fueron separados de la manada por atreverse a desobedecer a su líder. Ellos querían volver a las montañas de nieve siguiendo los consejos de la loba líder de la manada. Sin embargo, el líder macho de la misma, promulgaba el camino fácil hacia el sur donde abundaban los rebaños de ovejas y cabras. El enfrentamiento entre ambos líderes, macho y hembra, dividió aquella manada que llevaba muchos años de unidad inquebrantable. Probablemente, los desvaríos amorosos del macho influyeran también en la ruptura.
Muchos días llevaban caminando, casi sin descansar. Dos veces al día, al amanecer y al ponerse el sol, la loba lanzaba un aullido que más parecía un profundo lamento. Los cuatro se quedaban escuchando pero nada se oía. Otra vez y otra más la loba aullaba y el viento recogía y se llevaba su voz. Y una y otra vez el aullido se perdía sin respuesta.
Estaban ya donde la nieve empezaba. Atravesaban el bosque aquel en que los árboles parecían cerrar las sendas y donde el frío empezaba a congelar las pocas hierbas que se atrevían aún a asomarse. La caza era cada vez más escasa y los lobos empezaban a estar cansados. La loba lanzaba su aullido pero nadie contestaba. Solo el viento osaba levantar su voz y solamente el bosque le contestaba.
En la parte más alta del bosque, allí donde el viento soplaba con más fuerza, allí donde solo las águilas levantaban el vuelo, los lobos se pararon y miraron al horizonte que se perdía entre montañas vestidas de blanco. Hacía casi un mes que estaban caminando. Y, a veces, soñaban con rebaños de carne fresca y con valles verdes de esperanza. Miraban a la loba, meneaban su cabeza teñida de nieve y musitaban lamentos que nadie entendía.
La noche estaba avanzando y los lobos necesitaban un refugio. La loba lanzó un último aullido y empezó a bajar sin esperar contestación. Su agudo olfato la guiaba y su vista, adaptada a la noche, evitaba los troncos y las ramas. Algo se había movido no muy lejos de ellos. Esa noche, un gran ciervo herido fue una magnífica cena y un buen regalo para estos cuatro lobos. Comieron hasta saciarse, descansaron bajo unas ramas secas y ni siquiera lanzaron su llamada. La nieve caía y estaba cubriendo el bosque.
Un extraño sonido llegó hasta sus oídos cuando ya empezaba a clarear. La loba se desperezó y aulló con fuerza. El olor a quemado les hizo ponerse en guardia. Rastrearon y llegaron al lado de una choza de ramas. En la puerta, un hombre muy viejo, con barba y cabellos largos y blancos, les dio la bienvenida.
– Buenos días, hermana loba – dijo el anciano. Hace mucho que te estamos esperando.
Los lobos se miraron extrañados. Solamente la loba se acordó de las leyendas que hablaban del “señor de los lobos”, de un hombre que cuidaba de ellos, que podía hablar con ellos y que compartía con ellos la vida entre la nieve. Mirándole aún con cierta cautela, le preguntó por las manadas que vivían en la nieve.
– No contesta nadie – dijo la loba.
– Están un poco más al norte, preparándose para el invierno… y esperándote – les dijo el anciano. – Yo ya soy demasiado viejo para seguirles. Ellos me dijeron que vendrías.
Dos días estuvieron con él. Acarrearon leña hasta la choza y llenaron su despensa de buena caza, suficiente para una temporada. El señor de los lobos los despidió con tristeza pero consciente del destino a cumplir de aquella loba gris, casi blanca, líder de cazadoras.
Aquella noche de despedida, alguien contestó al aullido de la loba. Los lobos se alegraron, menearon sus cabezas y se pusieron en marcha bajo la nieve que caía. La loba aulló otra vez y encabezó la marcha.
Tres días más tarde encontraron la primera manada. La loba se puso al frente y se internaron en las montañas. No descansaron. Fueron buscando manadas que se iban uniendo al grupo. Todos reconocían sin dudar el liderazgo de aquella loba de la que el señor de la montaña les había hablado. Todos se unieron a ella.
Ya eran más de trescientos. En un pequeño valle, repleto de nieve, la loba, escoltada por sus tres compañeros, aullaba, ladraba y gruñía, dando órdenes y diciendo a cada uno cual iba a ser su misión. Todos acataron su mando y la siguieron. Bajaron sus cuerpos para someterse. Ningún gruñido de más ni peleas entre ellos.
La loba, erguidas sus orejas, encabezó la marcha hacia el sur. Llevaban muchos años casi sometidos, tratando de sobrevivir. Era la hora de la venganza. El señor de la caseta los vio pasar y sonrió. Quiso aullar para despedirse pero las fuerzas ya no se lo permitieron.
Allá más abajo, en un territorio que les había sido arrebatado hace algún tiempo, estaban los hombres, sus peores enemigos. Era hora de recuperar lo que era suyo.
Ángel Lorenzana Alonso