No recuerdo bien cuándo fue la primera vez que la vi. Mucha gente hablaba de ella pero nadie sabía, a ciencia cierta, ni quién era ni cómo era exactamente lo que había pasado. Algunos, incluso, afirmaban que todo era mentira y que la muchacha nunca existió realmente.
Cuando escuché los rumores, fui rápidamente en su búsqueda. Me interné en el bosque hasta donde pude llegar con aquel viejo coche que aún no me explico cómo podía andar. Cuando solo había senderos, seguí a pie. No había huella ni señal alguna de su presencia. Habían pasado más de dos años ya y, si es que alguna vez existió, lo más probable era que ya hubiera muerto o hubiera caído presa de las alimañas.
Más de cuatro horas más tarde, a punto de abandonar, unas ramas rotas me descubrieron un semioculto sendero. Lo seguí. Descubrí una pequeña cueva entre arbustos y piedras. Estaba a punto de entrar a inspeccionar cuando una potente voz de mujer me detuvo en seco. A mi derecha, apoyada en un viejo árbol, una muchacha de apenas catorce años, armada con un gran cuchillo y una lanza rudimentaria, me miraba amenazante. Instintivamente, levanté los brazos y mostré mis manos vacías mientras trataba de calmarla con mi voz. Me imaginé que me entendía porque, poco a poco, fue deponiendo su hostil actitud. A los pocos minutos, estábamos hablando sentados en un tronco.
Y me contó su historia.
Cuando su gente abandonó el pueblo, ella, huérfana desde muy pequeña, estaba viviendo en el pueblo de al lado, en casa de unos parientes lejanos con los que no se llevaba muy bien. Al enterarse éstos que trasladaban a la gente, la echaron de casa y le mandaron para que se uniera a ellos en su marcha. Cuando se cruzó con la caravana, se escondió y le dio miedo pues tampoco tenía con quien ir. Se quedó escondida hasta que todo el mundo se hubo marchado.
Era ya casi de noche cuando entró en el pueblo abandonado. Un viejo perro se juntó con ella. Buscó restos de comida y un lugar para pasar la noche. Y decidió que ella no se iría.
Los días siguientes los pasó esquivando a personas que iban y venían. Y pensó que tendría que estar alerta por si el agua llegaba hasta allí. Buscó y encontró la cueva y la fue llenando de utensilios abandonados y que podrían serle útiles más adelante. Cogió ropas que la gente había dejado, cuchillos, tenedores, cuerdas, hierros afilados… Con ellos construyó armas, como había visto en una película que proyectaron en el pueblo. De todas formas, vigilaría el nivel del agua y, mientras tanto, seguiría en las casas del pueblo y comiendo de todo lo que allí encontraba y buscando gallinas y gatos abandonados.
Hacía ya más de un año que el agua se había estabilizado pero tuvo que trasladarse a la cueva. El pueblo estaba casi todo sumergido y las pocas casas que se salvaron empezaban a estar casi derruidas. Hasta el campanario estaba debajo del agua.
Aprendió a poner trampas y a cazar animales, a ahuyentar a los lobos y otros animales peligrosos, a esquivar a las pocas personas que aparecían y a escuchar y adivinar los posibles peligros. Hacía ya más de un año que vivía sola en la cueva. El viejo perro no había durado mucho.
Hablamos mucho, le pregunté por la familia que no tenía y la invité a venir al pueblo vecino o a venirse conmigo y buscar soluciones en la ciudad. Quería quedarse en su cueva y en su monte. En los diez o doce días que estuve con ella, le enseñe a pescar y quitar espinas, a poner trampas en las madrigueras de los conejos, a ponerse a salvo subiendo a los árboles y la inicié en ejercicios de natación. No podía hacer mucho más.
Cuando tuve que marchar, le prometí que volvería y que le traería un montón de cosas como mantas, vestidos de abrigo, buenos cuchillos… Ella me hizo prometer que no hablaría con nadie de ella y de dónde vivía.
Ahora, quince años más tarde, he vuelto a buscarla. No pude volver cuando le prometí. Los agentes de la ley me cogieron al salir del bosque, me culparon de caza furtiva y de todos los robos cometidos en la zona. Incluso me acusaron de la desaparición y posterior ahogamiento en el pantano de un joven de un pueblo de los alrededores. Me cayeron veinte años pero, a los quince, me dejaron salir al probarse que habían sido otros los autores de los crímenes. Nunca hablé de la muchacha. Se lo había prometido.
Las casas del pueblo yacían bajo el agua o estaban ya derruidas. Solo alguna pared quedaba en pie. Yo sabía que ya sería demasiado tarde. Ahora, si aún viviera, tendría unos treinta años y eso era demasiado incluso para ella. Me consolaba, no obstante, dos cosas: una, que nunca más nadie había vuelto a hablar de ella ni habían encontrado su cuerpo; otra, que existía por la zona una especie de leyenda sobre una zorra que, de vez en cuando, hacía estragos en los gallineros.
Me interné en el viejo bosque y busqué la cueva. Ni rastro. No pude encontrarla, ni tampoco el sendero que conducía a ella. De la muchacha, nada de nada. Durante todo el día la estuve buscando. La luz se estaba yendo deprisa cuando decidí marchar. Mañana, u otro día, seguiría buscando.
Estaba llegando a donde había dejado una vieja moto cuando oí el chasquido de una rama. Me agaché para cerciorarme y un zumbido pasó rozando mi cabeza. En el árbol de enfrente, una flecha se había clavado. Me di la vuelta rápido y levanté los brazos. Subida en un tronco seco estaba ella.
Me estaba sonriendo.
Ángel Lorenzana Alonso
Relato publicado en verano de 2023 en “Versos a Oliegos”