El señor ingeniero de la guerra se fue hasta su señor con una gran sonrisa que le llenaba toda la cara. No pensó nunca que podía pasar una cosa parecida. Pero ahí estaba. Había ocurrido. No sabía cómo ni por qué pero esas flechas que estaban haciendo volvían ellas solas a su lugar de procedencia.
Al principio, pensó que era el ingeniero de la guerra del país vecino que había copiado su modelo de flechas y que les disparaba cada vez que ellos le disparaban. Después pensó que el enemigo recogía las flechas y las volvía a utilizar en contra. Hizo marcas especiales en ellas, calculó tiempos y distancias, vio las parábolas que describían en sus vuelos…, todo estaba bien pero lo que pasaba era sencillamente que cada flecha iba, se clavaba en el pecho de un enemigo, se desclavaba y volvía exactamente por el mismo camino que había ido. Ni un milímetro se desviaba. La situación era para dar que pensar.
Lo bueno era que la flecha podía volverse a utilizar. Menudo ahorro. Y que, una vez examinada, se podía apreciar si había dado en el blanco o no.
El señor ingeniero de la guerra, como buen ingeniero que era, analizó todos los datos y se los expuso a su señor. Quiso explicarle también cómo había llegado a inventar aquel artilugio, para lisonja de sí mismo. Pero no supo. Parecía como que aquella flecha se había inventado sola. El señor ingeniero, que llegó a ese puesto por intercesión de familiares suyos, bien colocados en la corte, buscó y buscó las causas del prodigio: el tipo de madera, las plumas especiales, el día de fabricación y la luna, la presión atmosférica, el buen o mal humor del señor… No encontró nada especial. Pero las flechas volvían.
Se atrevió incluso, porque lo había sospechado también, a preguntar al enemigo si había notado algo. Nada de nada. El misterio continuaba y no le dejaba dormir. Y su señora mujer se estaba hartando también.
Mientras tanto, en su casa de las afueras de la capital del reino, el mago estudiaba y pensaba, pensaba y trataba de inventar alguna otra cosa y que no solo sirviera para la guerra. Había visto el éxito de sus flechas de ida y vuelta. Y estaba contento.
En su habitual visita al rey, se encontró con el señor ingeniero de la guerra. El rey los mandó entrar a ambos y les preguntó por el éxito de las armas nuevas. Ambos se apresuraron y quisieron explicarle al soberano que, gracias a su buen hacer, cada uno se atribuía el mérito, se iba a ganar la guerra.
Uno, el ingeniero, hablaba de los materiales, de los circuitos y las parábolas, de influencias astrales y de cómo él, con su sabiduría y sus técnicas, había logrado que las flechas fueran y volvieran. Otro, el mago, hablaba del “alma”, del espíritu de cada flecha y de él que con sus poderes las manejaba. Ambos trataban de ganarse los favores reales. Y ambos perdieron en el empeño.
El ingeniero no acababa de encontrar argumentos que convencieran al rey. Sus palabras resultaban inconexas y sonaban poco creíbles. No era capaz de hacer científico lo que no era. No podía hacer posible lo imposible. Ninguna ley podía explicar el fenómeno. Por eso, el rey no le creía en absoluto.
El mago, muy al contrario, sabía que no todas las cosas son explicables con el razonamiento. Ni siquiera con la magia de los trucos ordinarios y extraordinarios. Por eso hablaba de cosas etéreas, más bien producto de la imaginación que de la ciencia. Trataba de convencer al rey de poderes que no podían verse, de productos solamente imaginables, pero no reales, de que, en fin, para que algo pudiera existir eran necesarios personajes como él mismo que fueran capaces de imaginar las cosas. Pero eso era demasiado para un rey que apenas podía entender lo más elemental: él era el rey y todo le venía dado porque sí. No necesitaba nada tan complejo. Por eso, el rey tampoco creyó nada de que el mago le explicaba.
Cuando quedó solo el rey, cogió una de aquellas flechas entre sus manos. Largo rato la estuvo mirando, pensando en lo que el ingeniero y el mago habían dicho. Muchas vueltas les dio en su cabeza y mucha imaginación tuvo que echarle al asunto. No acababa de entender nada. Y eso que era el rey.
No durmió en varias noches. Las flechas iban y venían en su cabeza y todo aquello no le dejaba descansar. Al final, acabó pensando que este asunto no era demasiado importante para que él, el rey, tuviera que preocuparse tanto.
Lo verdaderamente importante era que la guerra contra el vecino iba viento en popa gracias a las flechas. Dentro de poco, él sería un poco más rey, con más tierras y con más súbditos para pagar los impuestos.
Y allá el ingeniero real y el mago. Que ellos pensaran y se pelearan si querían. Quizás alguno de ellos tuviera razón pero él, como rey y señor de ambos, no tenía por qué pensar en esas cosas extraordinarias. Bastante tenía ya con las cosas ordinarias como cazar, jugar con su mujer o pasear por el jardín con sus perros bien amaestrados.
Ángel Lorenzana Alonso