Bajó de noche porque el día era demasiado largo y demasiado lento en su eterno deambular por la montaña. Bajó en medio de las estrellas y por debajo de unas nubes casi transparentes que olían a lluvia recién caída.
La mañana le pilló soñando. Soñando despierto como quien sueña sin querer. Soñando en mañanas para olvidar ayeres y antesdeayeres. La alborada, como siempre, le sobresaltó con sus luces y sus sonidos, con sus blancos casi nocturnos y sus grises de domingo.
Quedó parado un momento, mirando al cielo y mirando todo lo que aún le quedaba por bajar. Y, como cada mañana de domingo, pensó si aquello merecía la pena, si ese eterno bajar y subir valía para algo que no fuera para romper su soledad de siglos y nostalgias.
Sabía que siempre sería igual, que nunca se atrevería a otra cosa diferente. Pero no lo pensó demasiado. Siguió bajando, bajando en pos de unos momentos distintos a todos esos otros momentos del día y de la noche.
Como todos los domingos, ella estaría allí, ¿esperándole?. Ella llegaría, casi a la misma hora de siempre, saldría de su coche amarillo como el sol y verde como la hierba, cogería su bloc de notas, se sentaría en el banco de siempre, junto a la vieja ermita, suspiraría muy hondo, miraría a las montañas y, durante varias horas solo pensaría en su bloc que se iría llenando de palabras.
Se preguntó muchas veces si, cuando en ocasiones levantaba un momento su mirada, le vería a él, sentado en el banco de al lado, o si solamente miraba para descansar la vista y pensar en la siguiente palabra.
Se preguntaba, a veces, si en alguna parte del bloc hablaría de él, de su eterna mirada, de su aspecto, de ese muchacho anónimo que siempre estaba allí, esperándola y sin decir nada.
Cuando ella se marchara, él volvería a su montaña, sendero arriba, a su silencio, a su refugio de olvidos y nostalgias, a su refugio de árboles y rocas. A su refugio de cabras y de lobos. Y de silbos del viento y cadencias de la nieve.
Ese día, más o menos a la hora de siempre, ella se levantó, paseó su mirada por el cielo, se acercó a él y, casi sin mirarle, le dijo “ayer soñé contigo”.
Y se fue.
Dos años después, bajó con su padre hasta la ciudad vecina. Iban de compras para abastecerse para los próximos inviernos. Nunca le había contado a su padre la historia de la muchacha. Y, desde aquel día, aunque seguía bajando hasta el banco de la ermita, nunca ella había vuelto a aparecer.
Al dar la vuelta a la esquina, entrando en una calle peatonal, se topó con ella. Estaba sentada ante una mesa, con montones de libros y una cola de gente esperando para hablar con ella.
Se acercó a la mesa y miró al libro. El dibujo de un muchacho ocupaba casi toda la portada. Se parecía a él. El título era muy sugerente: “El chico de la montaña”.
Ella levantó la mirada y lo vio. Cogió apresuradamente un libro, escribió algo y se levantó para dárselo. Se lo entregó con un beso. Él arreboló toda su cara y miró la dedicatoria: “Para ti. Te quiero”. Y un garabato de firma que no supo descifrar.
Ángel Lorenzana Alonso