Las carretas hincaban sus ruedas de olmo y roble en el barro del camino. Iban despacio pero sin descanso. Siete carromatos avanzaban formando una pequeña comitiva. Al frente, con su vara insignia reluciente y levantada al cielo, el abad caminaba impasible bajo la lluvia que no cesaba. Detrás, las siete carretas. Cada una, acompañada de dos monjes, tirada por una mula y llevando la campana y la tinaja con el vino.
Setenta leguas llevaban andadas. Diez días de caminata desde el antiguo monasterio. El abad medía las distancias y mandaba acampar cada día cuando se hubieran recorrido las siete leguas de camino. Así lo había leído en los viejos manuscritos de las bodegas de la abadía. Y así había ocurrido durante estos últimos diez días,
Como cada día, al parar, el abad recorría las carretas y comprobaba el buen estado de las campanas y de las tinajas. Cada campana, de unas dieciséis arrobas de peso, llevaba atado y forrado el badajo para evitar su roce con el borde y que fuera tocando según los baches del camino. A su lado, la tinaja de barro iba bien sujeta al carromato, llena de vino y tapada con buenos tapines de hierba y barro. El abad comprobaba las ataduras y subía hasta la boca de la tinaja. Levantaba muy levemente el tapín y, con su venencia de plata, extraía un poco de vino. Lo probaba y comprobaba que, al igual que en los días pasados y al igual que antes de salir de la abadía, el vino estaba agrio. Faltaba un día de peregrinación para cumplir las setenta y siete leguas. Después, decidiría.
Cada tinaja contenía 7 cántaros de vino. Algo más de cien litros del vino agriado de la última cosecha de las viñas de la abadía. Una cosecha que había producido, de nuevo, ese vino agriado que le era tan característico. Tan solo el año anterior, desde hacía muchos años, el vino había sido excelente.
Nadie se explicaba la razón. Y el abad rebuscó en la biblioteca de aquel monasterio, fundado hacía más de mil años. Encontró pergaminos y documentos que hablaban del monasterio, de su fundación allá por el año 842 de nuestra era, de los primeros abades, de la congregación de monjes – de hasta 250 que llegaron a ser -, de las bulas papales y del obispo, de las donaciones de tierras… y de los viñedos. Hablaban, y eran bien claros en la cuestión, de cómo el obispado había donado y adjudicado a la abadía, veinte heminas de terreno de secano y otras dos de regadío, para explotación por los monjes. Las tierras de regadío, las más cercanas a la iglesia, fueron aprovechadas como huerta. Las otras, de secano, fueron plantadas de viñedo.
La historia cuenta también que uno de los primeros abades, un tanto ambicioso, engañó a las gentes de los pueblos vecinos y se hizo, de forma ilegal, con otras diez heminas de viñedos que producían el mejor vino de aquella región. Arrancó las cepas de la abadía y plantó sarmientos nuevos de las viñas apropiadas. Las viñas crecieron pero todo el vino que producían se agriaba rápidamente. Las gentes hablaron de maldición por los actos del abad avaricioso y desleal.
Cada varios años, no obstante, el vino era excelente. Nadie sabía el porqué. Y tampoco era cada un número fijo de años. La cosecha pasada fue calificada de excelente pero ya hacía más de diez años que eso no sucedía. Los monjes, los pueblos de al lado y hasta las autoridades eclesiásticas y civiles celebraron a lo grande la buena cosecha. Y la fiesta no acabó como deben acabar las fiestas. Hubo de intervenir el primado de la iglesia y hasta algún cardenal. Y el alcalde y una concejala fueron expulsados del pueblo. Todo acabó en desastre y la abadía fue clausurada.
El abad, no obstante, experto como era en la documentación del monasterio, recurrió a las tradiciones y a las costumbres y logró que le dejaran “expiar” los pecados con la peregrinación de las setenta y siete leguas, como otras veces se había hecho.
Y así, organizó la comitiva que ahora estaba llegando a su fin. Solo faltaba un día de camino y siete leguas más. Acabó con la revisión diaria de las tinajas y del vino y reunió a los catorce monjes exculpados para los rezos de acción de gracias. Un monje preguntó, con humildad, el porqué estaban cargando con las campanas. Y el abad explicó que eran lo único que se salvaba de los pecados cometidos y que ellas serían la base del nuevo monasterio. “Si todo iba bien”, concluyó el abad.
Las carretas fueron colocadas y mulas y monjes se fueron a descansar después de frugales refrigerios. Mañana, con la salida del sol, se pondrían nuevamente en marcha. Al final de la jornada, si es que el vino había perdido por fin su amargura, formalizarían la nueva compra de tierras para fundar la nueva abadía. Y plantarían nuevas viñas y todo volvería a empezar.
Solamente el abad debería recorrer de vuelta el camino para pagar sus culpas en el antiguo monasterio. Así lo decía el viejo manuscrito y así debía suceder.
Ángel Lorenzana Alonso