El autobús iba renqueando, curva tras curva. La pendiente no era muy pronunciada pero las curvas eran bastante cerradas. La carretera, estrecha, se había hecho para no molestar demasiado a ninguno de los vecinos ni tener que coger nada de sus posesiones. No hacía mucho que se había inaugurado, para poder llegar a este último pueblo, a más de diez kilómetros de la carretera principal.
Al conductor de este autobús amarillo de transporte escolar no le hacía mucha gracia tener que ir a recoger a una sola niña a este pueblo. Cuando llegó al pueblo, sin tener que entrar en él, la vio. Tendría unos siete años y estaba toda vestida de amarillo. A su lado, un cachorro negro la miraba. No quería quedarse solo.
La niña subió y dio los buenos días. Sus botas y su cabás también eran amarillos y su pelo rubio relucía con el suave sol de aquel amanecer. No habló en todo el camino, ensimismada en mirar cómo el sol se deslizaba entre las nubes del horizonte, a su izquierda. El conductor la iba observando por el retrovisor cuando las curvas le dejaban.
Casi todo el día estuvo pensando en la niña. El autobús no llegó a entrar siquiera en aquel pueblo para dar la vuelta pero ahora recordaba que también sus casas eran amarillas o, al menos, eso le parecía recordar. Ya se fijaría mejor.
Cuando acabó la clase, los niños subieron al autobús, como siempre. También subió la niña de amarillo y ello no le gustó demasiado porque ello suponía tener que llegar otra vez hasta el pueblo. Los niños se fueron bajando en las distintas paradas. Solo quedaba ella. La invitó a sentarse más adelante, para poder hablar con ella durante los diez kilómetros de aquella carretera. Comprobó que la niña era bastante sociable y, tras las preguntas de rigor sobre el primer día de clase, entraron en conversación sobre ella y su pueblo.
Antes, ella le dijo su nombre: Allirama. El conductor pensó en esa nueva moda de los padres que buscaban nombres raros para sus hijos. Él se llamaba Paco, como su padre, y no le había ido tan mal. Y hablaron de los nuevos amigos – muchos y divertidos, dijo la niña – , de la profesora y de los libros. La niña los sacó de su cabás para enseñárselos y no le sorprendió que estuvieran bien forrados con papel amarillo. Preguntó por sus vestidos amarillos. Ella contestó un simple “me gusta ese color”. Y ella le habló de su perro medio lobo que solo tenía dos meses. Ahora lo vería. Era negra como el carbón, era una hembra y su mamá había muerto en un accidente.
Día tras día, la niña esperaba al autobús. El conductor renegaba por lo viejo que era pero Allirama se reía y decía que a ella le gustaba mucho porque “era amarillo”. Todos los días, a la vuelta, ella le contaba de las clases, de sus amigas… estaba encantada. Paco se fijó en que, aunque con distintos modelos de ropa o de botas, ella siempre vestía de amarillo. Solo esa perra, medio loba o loba entera que iba creciendo cada día, era negra y siempre acompañaba a la niña hasta que subía al autobús. A la vuelta, siempre estaba allí, esperándola y con ella se internaba en el pueblo amarillo.
El conductor se fue fijando que también los campos del pueblo eran amarillos, casi todos, cuando estaban sembrados de soja, de mostaza… y árboles similares a guaranes, dando idea de creatividad, de felicidad incluso. Preguntó a la niña por los habitantes del pueblo. Allirama siempre contestaba que estaban trabajando.
Al año siguiente, el primer día de clase, encontró toda la carretera bordeada de rosas amarillas. La niña le dijo que las habían plantado la primavera pasada.
El viejo autobús se estropeó un día y cuatro días tardaron en arreglarlo. Se lo sustituyeron por otro de color azul. Esos días, la niña no apareció para ir al colegio. El conductor estaba cada vez más extrañado y empezó a investigar.
Preguntó en el ayuntamiento. Le dijeron que el pueblo tenía cuarenta y dos habitantes pero solo esa niña en edad escolar. Era un pueblo normal que pagaba sus impuestos. Un poco solitario por lo alejado pero nada más. Vivían de la labranza y de la ganadería y, de vez en cuando, bajaban a otros pueblos vecinos. En estos otros pueblos nadie había notado nada raro salvo esa manía de pintar las casas de amarillo. El cura que, una vez al mes subía a decir misa, le comentó que sí que eran un poco raros por lo del amarillo pero nada más. Su patrona, la Virgen del Rosario, tenía un gran manto, amarillo no faltaba más, y la iglesia siempre estaba llena de flores amarillas. Todo precioso, dijo el cura.
Cuatro años, o cursos, estuvo Allirama yendo al colegio en el autobús. Solamente faltaba si no subía el viejo autobús amarillo y lo sustituían por otro de otro color. Era feliz en clase y los profesores la apreciaban. Estudiosa y trabajadora, con muchas amigas y amigos. Eso sí, siempre iba vestida de amarillo “porque le gustaba”. Su amiga fiel, la loba negra no faltó nunca a llevarla o a esperarla.
El autobús fue desguazado un verano. Paco insistió, era una corazonada suya, en que el nuevo autobús fuera también amarillo. No le hicieron caso. La nueva concejala de Educación insistió en utilizar el color azul que a ella le gustaba.
Ese año, Allirama no estaba inscrita en la ruta. Nadie sabía qué había pasado. Simplemente, la niña había desaparecido. El conductor, apenado el primer día de clase por no tener a la niña, subió, no obstante, hasta el pueblo. No estaba. Ni la niña ni la loba. Escribía, triste, entre viaje y viaje, en la cantina cerca de la escuela, el nombre de la niña. De repente, se dio cuenta: Allirama, amarilla. Era la misma palabra, al revés.
Años más tarde, en ese mismo bar, un viajero que había atravesado las montañas, dijo haber visto a una joven rubia, vestida de amarillo, y a una loba negra, cazando allá arriba, cerca del cielo.
Ángel Lorenzana Alonso