Casi lo pisé cuando se cruzó conmigo en medio del parque. Me miró aterrado y pudo, a duras penas, llegar al otro lado. Se quedó parado en medio de la hierba.
Me acerqué despacio, de frente para que él me viera y no se asustara. Intentó huir levantando el vuelo. Pero no pudo. Tampoco podía correr. Sus grandes alas, en forma de media luna, le impedían tanto una cosa como la otra. Chocaban contra el suelo y no podía elevarse. Me miraba entre aterrado y suplicante.
Lo estuve mirando durante un buen rato. Él apenas se movió y creo que empezó a darse cuenta que yo no era su enemigo. Pensé, en varias ocasiones, que me estaba pidiendo ayuda. Era de aspecto casi negro pero con una pequeña mancha blanca en su garganta. Destacaban sus grandes alas. Me acordé que, de pequeño, había visto estos pájaros y vinieron a mi mente las explicaciones de mi abuelo: son los vencejos, están siempre, o casi siempre, en el aire, volando hasta cuando duermen, volando hasta muchos meses seguidos, sin posarse en el suelo. Cuando lo hacen, es en sitios elevados desde donde sus grandes alas puedan emprender el vuelo.
Me miraba y le miraba. Me acerqué muy despacio y lo cogí en mi mano. Lo puse en alto para que volara. Lo intentó pero cayó al suelo. Algo raro le pasaba. Lo volví a coger y noté que se quejaba cuando tocaba su ala derecha.
Camino de mi casa, llamé a mi amigo el veterinario. Vino rápido y rápido dio su diagnóstico. El ala derecha, probablemente por un golpe o por la caída, se había “salido”. Con un pequeño tirón, la volvió a su sitio. El vencejo movió sus alas a la par y nos miraba, como agradecido.
Abrimos la ventana. Posado en mi mano, nos miró y glayó. Probó sus alas y salió volando. Dio varias pasadas cerca de nuestra ventana soltando “grititos”. Y desapareció en el cielo.
Eran los primeros días de junio y el sol invitaba a paseos por el parque. Varios días tuve la sensación de oír al vencejo pasar volando sobre mi cabeza. Pero no pude o no supe distinguirlo de otros muchos que pasaban a gran velocidad.
Aquel día, las nubes negras se estaban juntando, como quien no quiere la cosa, allá en el horizonte. Cada vez eran más grandes y más negras. Los pájaros andaban revueltos en el parque y empezaban a escasear. La tormenta se estaba formando y venía hacia nosotros. Tenía todos los indicios de que iba a ser fuerte y bien sonada. Pequeños relámpagos empezaban a escaparse de aquella inmensa negrura que crecía a cada instante. Decidí esperarla dentro de mi casa que no estaba lejos del parque. La vería desde mi ventanal acristalado. Llamé a mi amigo quien aceptó al momento la idea.
Gotas gordas empezaban a caer. Espaciadas todavía. El cielo, ya vestido totalmente de negro, retumbaba y lanzaba chispas centelleantes de un lado a otro. Mi amigo y yo contemplábamos el magnífico pero terrorífico espectáculo que ya empezaba a mostrarse. El alfeizar de mi ventana se iba llenando de lluvia y, a veces, de alguna pequeña bola blanca de granizo.
Y, de pronto, los vimos, posados a la orilla del cristal, mirando aterrados hacia dentro del salón. Eran dos vencejos, el “nuestro” y su pareja. Hasta allí habían llevado, aún no sabemos cómo, un trozo del nido con tres pequeñas criaturas casi recién nacidas.
Abrí rápidamente la ventana y los metimos a todos para dentro. Fuera, una descarga de pedrisco y lluvia azotaba la casa. Bajé la persiana para proteger el cristal. Los vencejos nos miraban sin saber qué hacer y tratando de proteger aún a sus polluelos con sus cuerpos. Poco a poco, viéndose más seguros, se fueron tranquilizando.
La tormenta rugía por todas partes. Truenos y relámpagos llenaban la ciudad. La negrura era total y la lluvia llenaba los arroyos que se formaban en cada calle. Los cinco vencejos no se movían.
Tres horas después, casi ya con el atardecer, la tormenta empezó a amainar. Los truenos y los rayos se espaciaban cada vez más. Algún pequeño rayo de sol se colaba entre las nubes. Levanté la persiana y los vencejos miraron al exterior. Estaban contentos. La tormenta se había marchado y sus crías se habían salvado.
Esa noche durmieron allí. A la mañana siguiente, nos despertaron con el pío pío de los pequeños. Sus padres buscaban comida por el salón. Abrí la ventana y los vencejos adultos volaron en busca de pulgones y otros insectos. Al poco rato volvieron para alimentar a los pequeños.
Trasladamos el nido a un árbol cercano y lo sujetamos bien en una horqueta. Desde la ventana los veíamos crecer y sus padres venían a diario hasta nuestro alfeizar.
Un día, las tres crías y sus padres no cesaban de glayar. Abrí de par en par mi ventanal y el sol de últimos de junio llenó mi salón. Los vencejos estaban allí conmigo. De repente, uno de los polluelos saltó del nido y echó a volar. Dio una vuelta por el jardín y vino a posarse junto a nosotros. Lo mismo hicieron los otros dos.
Los cinco me miraron, quisieron decirme algo con sus gorgeos, me miraron y saltaron. Se perdieron en el azul de un cielo sin nubes. Me quedé mirándolos hasta que mi vista los acabó perdiendo. Supe que, dentro un año, volverían.
Y yo les estaría esperando.
Ángel Lorenzana Alonso