Aquella casa tenía, como no, su propio cuarto de los ratones. Era bastante grande y bastante oscuro. La señora de la casa lo utilizaba, cuando sus hijos eran más pequeños, para meterles miedo, aunque nunca llegó a castigar a ninguno de ellos a ese cuarto en concreto. Bastaba con que ellos supieran que estaba ahí.

La casa era suficientemente grande para poder dedicar un cuarto solo para eso. Ni la señora ni el señor habían estado nunca allí. De vez en cuando, se sabía que la mujer de la limpieza lo utilizaba para meter los cubos y las escobas. A los niños nunca se les ocurrió abrir aquella puerta.

Los niños ya no vivían en la casa desde hace tiempo. El señor se dedicaba a sus libros y a cuidar el jardín. Y la señora se aburría. Pasaba los días entre pinturas y puntillas, tomando el té con alguna amiga y cambiando las cosas de sitio. Por hacer algo.

Una mañana se topó con la puerta del cuarto de los ratones. Estaba en el lado izquierdo de la mansión, un poco alejado de la zona principal de la casa. Buscó las llaves y entró. Unos chillidos agudos, apenas audibles, llamaron su atención. No había luz eléctrica y la poca luz que entraba por la puerta no le llegaba para ver mucho. Tampoco había ventanas. Solamente una pequeña claraboya en una esquina que debía comunicar con la terraza del piso superior. Nunca se había fijado.

Buscó un candelabro de los de ocho velas y volvió. Otra vez los chillidos la sobresaltaron. Pero esta vez los vio: tres pequeños ratones se acurrucaban en una esquina de la habitación, medio escondidos entre unos recortes de cartón. Cerca de ellos, un pequeño agujero que atravesaba la pared, a ras de suelo. Debía de ser su guarida. O, acaso, solamente un medio de entrada en aquella habitación.

La señora se acercó para verlos mejor. Al contrario que a la mayoría de las señoras, incluidas sus insulsas amigas, los ratones no le daban miedo. Al contrario, le gustaban y pensaba que eran unos animalillos muy graciosos. No se atrevió a tocarlos por si se espantaban y huían. Eran tres, cada uno de un color. Uno era negro y parecía el más espabilado de todos. Otro era completamente blanco y parecía tímido y retraído. El tercero era gris y sus ojos y los movimientos de su bigote denotaban astucia y determinación. Atrevido, cuando la señora se dio cuenta, el ratón gris ya estaba jugando con los cordones de su zapato.

Marchó rápidamente y volvió con un buen trozo de queso que desmigajó cerca de los tres ratones. La miraron, como asombrados, y se fueron raudos hacía su preciado tesoro. Cuando acabaron, no se separaban de sus zapatos y la seguían por todas partes. Ya eran sus fieles amigos. Tentada estuvo, incluso, a dejarles abierta la puerta del cuarto y que campearan por toda la casa. Pero pensó en su tranquilo marido, en sus singulares amigas e incluso en las propias visitas de sus hijos y nietos. No quiso, y soltó una risita, pensar en lo que diría la servidumbre, en especial la mujer de la limpieza.

Decidió dejarlos donde estaban y, eso sí, convertir aquel cuarto de los ratones, ignorado y abandonado hasta entonces, en otra de tantas habitaciones de la casa. Sería su pequeño secreto.

Todos los días venía a estar con ellos. Cada uno de ellos hacía cosas que parecía que trataban de agradarla: correteaban, jugaban a esconderse, se subían a sus zapatos y caminaban con ella, daban volteretas, se ponían sobre sus patas traseras y daban pequeños saltos. Ella les llevaba comida y jugaba con ellos. Le gustaba más el blanco porque tenía que animarle a participar. Sus ojos parecían pedirle permiso para todo.

Un mes después, su hija y su nieta aparecieron en casa, sin avisar. Le traían una sorpresa. La hija le explicó que aquella casa era muy vieja (la señora quiso deducir que su hija la veía ya un poco mayor) y que no le extrañaría que hasta tuviera ratones. Por eso, le dijo, y para que le hiciera un poco de compañía, le habían comprado un gato.

No sabía cómo decirle a su hija la historia de los ratones y, por lo tanto, lo inoportuno de la presencia del gato en la casa. Mandó a su nieta a jugar con el gato, muy manso y cariñoso parecía, y sentó a su hija frente a ella con unas tazas de té en el medio. Comenzó por recordarle lo del cuarto de los ratones de cuando era pequeña, de cómo ese cuarto oscuro seguía allí y de cómo había descubierto a los tres ratones.

La hija se asustó y llamó rápidamente a la nieta que seguía jugando con el gato en el salón. Desde allí se oían sus risas. Quería protegerla de los ratones.

Después de un momento, la niña apareció tranquila, caminando erguida y con paso firme. Traía el cordón verde de las cortinas en una mano. Detrás de ella, atado al cordón, venía el gato.

Y detrás del gato, de uno en uno y en fila, los tres ratones: el negro, el blanco y el gris. Estaban contentos.

 

Ángel Lorenzana Alonso