Nadie la vio nacer. Nadie recordaba siquiera haberla visto nunca con anterioridad. Nadie sabía, a ciencia cierta, en dónde había nacido, aunque varias voces entendidas hablaban ahora, años más tarde, de un pequeño pueblo en medio de la nada. Nadie, eso sí, le dio importancia cuando solo ocupaba una calle, la calle principal, de aquel pueblo de solo cinco vecinos.

La línea roja creció y creció. Salió del pequeño pueblo por una de sus calles secundarias pero que era la que desembocaba en la carretera que lo unía al pueblo vecino. La mayoría de las veces, iba por la parte central de la carretera aunque, en las curvas, tendía a “atajar” acercándose al borde de la ruta. Eso sí, nunca se salía ni pisaba las hierbas de la cuneta.

Los vecinos del nuevo pueblo trataron de pararla. Construyeron muros de gran altura. E incluso desviaron el pequeño río para interferir su marcha. Tarea vana e imposible. La línea rodeó los muros y buscó puentes para atravesar el arroyo. Y, una y otra vez, volvía a su camino principal.

Atravesó pueblos y campos. La gente comenzó a asustarse y a recordar aquello de que nunca se deben cruzar o pasar las líneas rojas. Y cada cual se empezó a situar y a quedar siempre del lado que le había pillado la línea. No se atrevían a cruzar al otro lado por nada del mundo. Familias enteras se destruyeron, pueblos y ciudades se vieron divididos y sin saber qué hacer. Algunos se arruinaron porque sus “pertenencias”, negocios, casas o terrenos, se habían quedado al otro lado. Otros, los más espabilados, intuyeron por dónde iba a seguir la línea, fueron un poco más allá y se pasaron de lado antes de que llegara y quedaran atrapados.

Más o menos, la mayoría se fue arreglando pero las autoridades empezaron a pensar que algo deberían hacer. Llamaron a sus “jefes” y se reunieron con los representantes de las ciudades cercanas. Mientras tanto, la línea roja seguía a lo suyo y continuaba su lento pero inexorable avance. Ya nadie intentaba pararla. Aceptaron la situación y se fueron adaptando y acomodando a la nueva situación.

A uno y otro lado, las personas reunidas en asambleas decidieron nombrar representantes. Y ahí empezaron los problemas: todos querían estar representados porque todos tenían algo que decir. Sobre todo las minorías, como siempre.

Los grandes partidos pidieron resolverlo entre ellos, con un número igual de representantes. Eso sí, la palabra “igual” no significaba lo mismo para cada uno de ellos: o era el mismo número, para el partido con menos votantes, o era proporcional a los votos para el más votado en el último sondeo.

Los pequeños pidieron voz y voto. Y hasta un grupo de seis nepalíes quiso un representante. Todos los colectivos y asociaciones dijeron que querían que su opinión fuera tenida en cuenta. Asociaciones de rubios, de pelirrojos, de mocosos, de enfermos de diabetes, de monjas extasiadas, de pies planos, exmiembros de sindicatos, etc. etc. Todos debían estar representados. Y eso, a uno y otro lado de la línea roja.

Una línea que no paraba ni decrecía su ritmo de crecimiento. Ya había atravesado fronteras y eso planteaba nuevos y peligrosos problemas pues no siempre los vecinos eran amistosos. No obstante, conocedores ya del problema, se apresuraron a mandar embajadores para unir y coordinar esfuerzos.

Los amplios comités de expertos formados a cada lado de la línea crearon, a su vez, amplias comisiones de trabajo para analizar diversos aspectos que, después, se discutirían en la asamblea general. Estas comisiones se dividieron en grupos y estos en subgrupos. En cada comisión, grupo o subgrupo debía haber al menos un miembro de las distintas asociaciones. Su tamaño, incluso de cada grupo, era enorme y, por lo tanto ineficaz.

Los asuntos a estudiar eran de lo más variado y tan inútiles como las propias asociaciones en las que nadie sabía de nada pero todos creían estar en posesión de la verdad absoluta. Se estudió la posibilidad de ir borrando, o tapando la línea, creando grupos de trabajo, con el mismo sistema de representantes. Se estudió el hacer puentes y túneles para ir de un lado a otro. Alguien propuso castigar a los habitantes del pueblo donde la línea había comenzado, por considerarlos, a priori, culpables de la situación. Siempre fue más fácil buscar culpables que arreglar las cosas. La cosa fue complicándose mientras la línea roja seguía creciendo y creciendo.

Los gobiernos nacionales e internacionales, reunidos después de consultas a embajadas y demás gaitas, pasados dos años desde que empezó todo, decidieron quedarse quietos y esperar a ver qué pasaba. No obstante, emitieron un comunicado conjunto en el que se ponían al lado de los afectados y ofrecían futuras ayudas a sus familiares.

Un día, de repente, la línea roja desapareció.

Y la gente empezó a protestar porque había desaparecido.

 

Ángel Lorenzana Alonso