Había dormido bien esa noche a pesar de la tormenta. El albergue, en aquel sitio bastante solitario en donde se encontraba, estaba bien abastecido y bien cuidado. Me habían puesto un buen desayuno, a base de café, tostadas y jamón y ello me permitía ponerme en marcha con ganas y buen ánimo.

Cuando salí del albergue, con mi mochila cargada hasta los topes, el sol del amanecer empezaba a salir y me saludaba desde el horizonte. Me esperaba un largo camino en esta dura y larga etapa, con fuertes subidas y bajadas, muchos kilómetros y un terreno áspero y peligroso. Algunos peregrinos ya estaban en camino.

Pregunté al posadero por la ruta a seguir. Me indicó, por señas, la dirección y me hizo entender que siguiera siempre la señalización. Me dijo un “buen camino” sincero y me puse en marcha siguiendo las señales.

A la salida de aquel pequeño pueblo, el camino se bifurcaba. Ya no se veían peregrinos. Busqué las señales. Y fue entonces cuando la vi: un pájaro con nombre de reina medieval revoloteaba y trasteaba encima del letrero que señalaba el camino a seguir. Era una urraca, sin duda. Blanca y negra, uno de esos pajarracos que llaman “pega” en mi pueblo. Su cola larga y de color verde metalizado; su cabeza negra, como su pico y sus patas; su pecho  y parte de sus alas eran de color blanco. Sus ojos me observaban y no paraba de dar pequeños saltos y vuelos.

Recordé, no sé cómo, que dicen que es uno de los animales más inteligentes. Me “saludaba” con su graznido entre jocoso, áspero y ronco, como si se estuviera riendo. No me gustaba nada.  Su “matraqueo”, tchac-tchac-tchac-tchac, me llegaba muy dentro. Reviví leyendas que las asociaban a la brujería y a la mala suerte, e incluso a la muerte. Pero eran solo leyendas y no quise ni pensar en ellas.

La urraca seguía allí, había movido el letrero y tuve que escoger el camino que mejor estaba y el que la señal me parecía que marcaba: el de la izquierda. Allá al fondo, se veían las montañas casi blancas que tenía que atravesar. E inicié el camino con prisa. Ya había perdido demasiado tiempo.

El pajarraco aquel me seguía e, incluso, a veces caminaba delante de mí. De vez en cuando, se paraba y me miraba. Y soltaba sus graznidos y saltaba aleteando como asustada. ¿Quería decirme algo? O solo era para fastidiar. Me ponía de mal humor pero tenía que seguir sin hacerle demasiado caso. Traté de asustarla para que marchara, pero era inútil. En alguna ocasión hasta parecía volverse contra mí. Logró que empezara a preocuparme. Cuando me di cuenta, la tenía encima de mi mochila, picoteando una anilla dorada y machacándome el oído con sus graznidos.

Estaba a punto de entrar en un bosque pero paré en seco y bajé la mochila. La urraca no dejaba de graznar y de picotear las brillantes anillas. Por más que lo intenté no cesaba de dar vueltas a mi alrededor y de chillar. No me dejaba avanzar y me indicaba, con sus vuelos, que me diera la vuelta. Pero llevaba casi dos horas andando y aquella idea no me seducía demasiado. Sería perder una jornada.

Lo pensé y repensé. Me pareció raro no haberme encontrado a nadie, peregrino o no, por ese camino. Era demasiado raro. El camino parecía subir por el bosque y las montañas no ofrecían, a la vista, paso alguno. Casi seguro que había tomado el camino equivocado.

No lo dudé más. Cargué la mochila y di la vuelta. La urraca iba dando saltos a mi lado. En una hora un poco larga estábamos, el pajarraco aquel y yo, otra vez a la salida del pueblo, en la bifurcación. El letrero, ahora, marcaba bien claro el camino de la derecha. Seguramente, alguien se había dado cuenta y había disipado las dudas. La urraca me miraba.

Ahora, ya era tarde para volver a empezar la etapa. Por mucha prisa que me diera, no lograría atravesar las montañas con luz del día. Y la noche, en esos andurriales, era demasiado peligrosa. Por otra parte, todos los peregrinos ya habrían pasado y tendría que caminar yo solo. O con la urraca, pensé.

Volví hasta el albergue y me senté en la terraza. A descansar y a pensar. No me quedaba otra alternativa que descansar. Y, por supuesto, pensar. ¡Vaya si pensé! Pensé en el día perdido, en la caminata absurda que me había dado, en el día que me quedaba sin hacer nada. Pero, sobre todo, pensaba en el maldito pajarraco a quien echaba las culpas de todo. Aunque, también pensaba, era él el que había hecho que me diera la vuelta. Hablando con un viajero, conocedor de aquellos parajes, me dijo que me había librado por poco.

Me contó historias de ese camino que ponían los pelos de punta: bosque negro y oscuro, bandoleros por todas partes, lobos de todos los colores, bifurcaciones que no llevan a ninguna parte, nieve y frío, desprendimientos, hasta brujos y hadas malignas, dijo.

Oí el tchac-tchac de la urraca. Allí estaba, en el respaldo de la silla de al lado, mirándome como si me conociera de toda la vida. No pude por menos de reírme, y no supe si darle las gracias o un garrotazo con mi bastón.

Posé, por un momento, mis gafas de espejo sobre la mesa. No lo dudó un momento, las cogió en su pico y levantó el vuelo.

Nunca más la volví a ver pero, a veces, la echo de menos.

 

Ángel Lorenzana Alonso