Dos años llevaban sus padres viviendo en aquella playa. Habían construido allí la casa para huir de los jaleos y los ruidos de la ciudad. Cuando, cada día, dejaban sus trabajos, volvían cansados pero felices a la orilla del mar. Su hija, una joven un poco tímida, de dieciséis años recién cumplidos, prefería quedarse en la ciudad mientras tuviera clases.

Su primer verano en la casa de la playa resultó bastante aburrido. La casa más cercana estaba casi a medio kilómetro. Iba hasta allí en bici para encontrarse con un chico dos años menor que ella pero con una mentalidad de ocho años menos. No había temas de qué hablar, ni travesuras (él no se atrevía) que hacer, ni excursiones, ni nada. Solo lectura y ver la televisión, unas series demasiado infantiles para ella. Volvía pronto a su casa con cualquier excusa y esperaba a sus padres en “su” playa, tirando piedras a las olas. Cenaba con ellos e iba pronto a su habitación a jugar y hablar con sus amigas por el móvil.

El segundo verano no quiso repetir. Invitó a amigas que iban de vez en cuando. Pero, aún así, estaba sola la mayor parte del tiempo. Y decidió explorar su playa y los alrededores. Ella sabía que no era “su” playa pero también era cierto que muy pocas veces alguien andaba por allí. Estaba demasiado lejos de la ciudad, era pequeña, con la arena no demasiado fina y con unos accesos un tanto complicados. Lo ideal para que ella estuviera en ella a su antojo.

Bajaba por un pequeño sendero que había descubierto entre las rocas, con cuidado pero sin mucho peligro. Le gustaba que no hubiera nadie, desvestirse y disfrutar de las pequeñas olas que llegaban hasta ella. Detrás quedaban paredes de roca. Cormoranes y gaviotas la acompañaban. Algún charrán venía de vez en cuando en busca de comida.

Las gaviotas, de plumaje blanco en su cabeza y su cuello, patas rosadas y pico amarillento, vivían en los acantilados. Los cormoranes extendían sus alas negruzcas para secarse después de la pesca de cada día. Y los charranes de picos y patas rojas eran sus alegres compañeros. Observaba las rocas y las olas, las olas y el acantilado, y a los pájaros de la playa.

Hacia su izquierda, las rocas dejaban un difícil paso más allá de la playa. A la derecha, cuando la marea bajaba un poco, la arena y las rocas iban unos metros más al borde del acantilado.

Y fue allí donde la encontró. En una especie de piscina que la marea alta había llenado y que ahora quedaba aislada del mar. Solo vio su larga cabellera rubia en una cabeza que sobresalía del agua. Cuando, intrigada, se acercó por las rocas, ella alzó un poco su cuerpo. Sus pechos desnudos le llamaron la atención. Pensó en alguna chica que había bajado hasta allí y pensaba que nadie la vería. También ella, en algún anochecer, se había bañado desnuda.

No parecía tener muchos años y su cara era bella como en los cuentos de hadas. Quedaron mirándose sin saber qué decir. Ambas estaban asustadas y extrañadas por aquel encuentro. Aquella desconocida joven de la “piscina”, levantándose un poco más, dijo entre sollozos: “Me he quedado atrapada y tengo que esperar a que suba otra vez la marea para volver al mar”.

Fue entonces cuando se dio cuenta de que su cuerpo, de cintura para abajo, tenía forma de pez. Aquella preciosa joven era una auténtica sirena. Sin salir todavía de su asombro, le preguntó cómo podía ayudarla. “Solo el mar puede ayudarme”, le contestó.

Se sentó junto a ella, a esperar que subiese la marea. Hablaron de muchas cosas, de la vida en el mar y de la vida en el colegio. Cada una de ellas envidiaba la vida de la otra.

La sirena soñaba con alguien a quien amar y que la amara, con hijos y con todas esas cosas de las mujeres. Con estar en un colegio y aprender todas las cosas que allí se enseñaban, con jugar con muchachos y conocer otras ciudades y los lagos y las montañas y…

La muchacha soñaba con la libertad de nadar, con ver los fondos del mar, con delfines y peces de colores, con olas y barcos gigantes, con el agua acariciando su cuerpo desnudo, con la espuma del mar recorriendo su pelo, con otras playas y otras islas. Y con piratas.

Se hicieron amigas. Cuando subió la marea, la sirena se despidió y se fue con el mar. Ella volvió a su playa por las rocas y subió pensativa a su casa.

Nadie la iba a creer. Las sirenas no existen, le dirían. Es mejor que dejes de fabular y de inventar cosas. Y tratarían de razonar, la llevarían a los médicos y nadie querría estar con ella porque “estaba loca”.

Pero todos los días se acercaba a ver a la sirena. Ellas si creían, se creían y se comprendían. Mientras la marea estaba baja, disfrutaban de la compañía de la otra y hablaban y se contaban secretos e historias que les habían pasado o que habían oído contar. Eran felices.

Lástima que no pueda llevarte a mi casa”, le dijo un día la muchacha. “Te enseñaría muchas cosas y vivirías con nosotros”.

Sabes que yo no puedo andar, pero me gustaría. Estaríamos siempre juntas”. Le contestó la sirena.

Se veían cada día, a la hora que marcaban las mareas. A mediados de septiembre, cuando ya el tiempo de verano se acababa, se quedaron pensando. Y pensaron que no querían separarse.

Cuando subió la marea aquel día, ambas se lanzaron al agua y se perdieron en el mar.

 

Ángel Lorenzana Alonso