A estas horas de la tarde apenas empezada, solamente en aquella calle y, en concreto, en aquella esquina que daba a la plaza, era el único sitio en que la sombra te dejaba respirar. Por eso, la mujer ya entrada en años y vestida de negro sacó su silla, como todos los días a estas horas, se sentó y se dispuso a espiar a la gente que pasaba por la plaza.

No tardó mucho en llegar el primer “cliente”. Un hombre, bien trajeado, con corbata de rayas y zapato cerrado, apareció por la tercera calle, siempre contando por la derecha y a partir de la calle cero que era la suya. Pensó la mujer que aquel hombre debía ser banquero o algún alto cargo de cualquier ministerio. Por su atuendo y por su peinado con ricitos en la nuca. Con la solana que estaba cayendo, no se explicaba de otra manera que atravesara la plaza a paso ligero y mirando su reloj. Eran las tres y veinte, justo para una salida a las tres en punto y un recorrido de veinte minutos. Dibujó el plano de la ciudad en su cabeza y “adivinó” la procedencia: la Diputación provincial.

Venía en dirección a la calle cero, en donde ella estaba, calle peatonal y en la sombra por su estrechez y por la posición del sol a aquellas horas. Agachó la cabeza e hizo como que cosía pero no le quitó la vista de encima ni cuando pasó justamente a su lado. Dobló en la primera esquina a la derecha  y le perdió de vista. El sol seguía cayendo a plomo sobre la plaza.

Un coche rojo flamante rugía en la calle dos, a su derecha. Salió a la plaza a toda velocidad, la rodeó y se metió raudo por la calle cinco, justamente la que estaba a su izquierda. El ruido siguió por un momento, atronador casi. Cesó de repente cuando se oyó un sonido de frenos y un golpe seco y muy fuerte. Se oyeron gritos y chillidos, chirridos de choque y rozadura de hierros. Todo quedó en silencio por un momento pero era fácil adivinar lo que había ocurrido. Lástima que no hubiera llegado todavía su compañera para que se quedara de guardia y poder ir a ver qué había pasado. Tendría que esperar.

No habían pasado ni diez minutos cuando sonaron, atronadoras, las sirenas de las ambulancias. Salieron de las calles dos y tres, atravesaron la plaza como centellas y se perdieron por la calle cinco. Por la calle del accidente. Los motores callaron pronto pero las sirenas siguieron aullando. Otros coches, uno de la policía, fueron por la misma calle. Y su compañera sin llegar. Esperaba que no se le hubiera ocurrido ir a ver el accidente sin ella.

Pronto la plaza se llenó de gente. Personas de todo tipo y de todas las procedencias cuchicheaban entre sí, en diversos corros que se iban formando.

Su amiga no acababa de llegar y si ella no llegaba, no podía abandonar el puesto de observación y dejar allí la silla y los utensilios de coser.

Pronto empezó a llegar alguna gente procedente de las calles de abajo. Venían hablando de lo que había pasado y la mujer de la sombra iba escuchando y deduciendo a partir de lo que oía: el del coche rojo, un señor ya demasiado mayor para ir conduciendo un coche tan rápido, era claramente el culpable. Demasiadas prisas. Y demasiado coche. Y mucho presumir a esas edades. La gente, y ella misma, opinaba que no se puede ir por ahí presumiendo de lo que no se tiene ya. Nada le extrañaría que fuese el vecino de la calle dos y que fuera tan deprisa solo para que su amiga y ella lo vieran. La verdad es que no se había fijado en el conductor cuando pasó pero nada le extrañaría que fuese él. Otras veces lo había hecho con una moto y con gafas de aviador. Él era así de presumido.

El caso, pensó, que no era mucho mayor que ellas. Pero, a esas edades, cada año es un mundo.

No se resistió más. Cogió la silla y la cesta de la labor y subió rápida a su casa, el tercero de aquel mismo portal. Dejó todo al otro lado de la puerta y ni siquiera esperó al ascensor. Bajó de dos en dos las escaleras y casi choca con su amiga en el portal.

“Por el camino te cuento” le dijo mientras casi la arrastraba calle abajo. Y le fue contando mientras llegaban al lugar del accidente. Un amasijo de hierros retorcidos, rojos en su mayoría y sangre por todos lados. Un guardia intentaba poner un poco de orden.

Se abrieron paso entre la gente hasta llegar a la primera fila. Preguntaron y volvieron a preguntar. El guardia ni les contestó. Una señora, ya mayor pero no tanto como ellas, se lo resumió en pocas palabras pero sin dejar de atender a lo que ocurría, no fuera a perderse algún detalle: “La culpa, del conductor del coche. A toda leche venía y tuvo que dar un volantazo para tratar de esquivar a un señor de traje que pasaba por el paso de peatones. Pero ni por esas. Se lo llevó por delante y el coche se estrelló contra la casa de enfrente. Dos muertos en un instante”.

Comprobaron que los muertos eran el señor de la Diputación y el señor presumido de otras veces. Se santiguaron varias veces y se fueron las dos por donde habían venido.

Al poco rato, ya estaban otra vez instaladas en su “observatorio” privilegiado de la calle cero, a la sombra y haciendo que cosían mientras observaban, muy atentamente, las calles que daban a la plaza. Todo estaba desierto otra vez y el sol seguía cayendo a plomo.

Todo estaba igual que siempre.

 

Ángel Lorenzana Alonso