El novio puede besar a la novia. – dijo la sacerdotisa para concluir la ceremonia. Y Belenos, el novio astur, besó con pasión a Flavia, la novia romana.

La sacerdotisa vestía de un blanco riguroso, salvo un fino cinturón dorado. Su cabello, largo y negro, brillaba en el sol de aquel precioso atardecer que se había escogido para la ceremonia.

Había sido traída, por la guardia pretoriana del emperador, desde el templo capitalino de Venus en Roma. La ocasión lo requería y lo merecía: se casaba la hermana del emperador. Y no podía ser una sacerdotisa cualquiera. Sus manos, con sus largos dedos bien cuidados, habían sido purificadas en las frescas aguas de las fuentes sagradas. Su túnica, fabricada con las dulces sedas de Oriente lejano, cubría su cuerpo dedicado, desde hacía ya mucho tiempo, al servicio del sacerdocio de la diosa.

Hacía unos días, el rey bárbaro Belenos, jefe de los amacos, del pueblo de los astures, había pedido la mano de la hermana del emperador. Osado él por atreverse a tal cosa. Pero se habían conocido y enamorado en una pasada tarde a las orillas de las aguas frescas de un río cercano. Pasaba el rey por aquellos lugares y Flavia estaba bañándose con sus doncellas. Había venido a pasar unos días, invitada por su poderoso hermano.

Acudió el rey con fieros guerreros, aliados de su pueblo y contumaces enemigos del emperador, invencibles de mil batallas y bien conocidos de sus enemigos, poseedores de secretos antiguos e irreductibles en las infructuosas campañas del emperador. Solo sus nombres infundían respeto entre sus amigos y temor entre sus enemigos. Desde una aldea del norte de la Galia, Astérix, Obélix con su inseparable Ideafix y el viejo druida Panoramix fueron testigos de honor en la pedida y en la ceremonia de la boda. Su sola presencia hacía doblar la voluntad imperial. Una pequeña pero dura negociación aunque a ambos interesaba esa unión. Y, además, ellos estaban enamorados.

Y así, se celebró la ceremonia de la boda. En una apacible y calurosa tarde de verano, en la casa solariega de la novia.

Iba el rey bárbaro con sus mejores galas y con todos sus abalorios y símbolos mágicos y de poder, símbolos de sus antepasados medio celtas, poderosos guerreros que conquistaron estas tierras hace muchos años (cuando por aquí solo había urogallos y jabalíes), símbolos heredados por su pueblo astur: en su casco de guerra llevaba pintado el símbolo del amor eterno y la vida, un círculo formado por dos trísqueles unidos; su cuello se adornaba con un torque, collar macizo de oro que denotaba su prestigio, su estatus social, su fuerza y su valentía. Y en su cinturón portaba el trisquel, representando el equilibrio entre cuerpo, mente y espíritu. Un símbolo que solamente los druidas podían portar y que sus tres brazos representaban la perfección y el equilibrio.

No era un cualquiera, pensó el emperador cuando lo vio, y era consciente de ello. Los guerreros que le acompañaban, algunos de otras tierras lejanas, daban muestra de su importancia y poderío, y el majestuoso druida de larga y blanca barba le acompañaba por si su influencia fuera necesaria.

La novia esperaba con sus invitados. Vestía de gala, con vestido rosa adornado con cinturón y tirantes bordados en oro, velo amarillo y corona de flores. Sus zapatos eran de oro y su pelo brillaba con el sol. Portaba ramo de flores silvestres y plantas medicinales adornado con las espigas de la fecundidad.

Dos vestales la acompañaban. Con vestidos blancos de pureza, velos rosa y diademas doradas. Y velas encendidas en sus manos.

La sacerdotisa invocó a los dioses astures y romanos y, con la bendición de ellos, fue derramando los rituales tradicionales de arras, anillos, velas y atadura de manos. El fuego pasó de las velas de los novios a la vela sagrada y la sacerdotisa invocó nuevamente a los dioses para que bendijeran y dieran validez a la unión.

Los bardos, traídos por el jefe astur, amenizaron la ceremonia con sus canciones, jocosas unas, tradicionales otras, alegres todas, y pusieron luz y color a la boda. Como es costumbre, los bardos acabaron atados y amordazados.

Y, después, el agua y el vino, la comida y los dulces postres se unieron en los aires de fiesta y diversión. No faltaron los conjuros y bendiciones para el orujo sagrado. La sacerdotisa, las vestales, los guerreros y los invitados, entre ellos la propia madre del emperador romano, poco a poco se fueron retirando a sus aposentos.

Y, por fin, los novios unieron cuerpos y almas y pudieron descansar. Belenos y Flavia habían cumplido sus sueños.

 

Ángel Lorenzana Alonso

Fotos: Vicente García, el bardo