A las nueve en punto, como cada día, la gran llave de hierro dio dos vueltas en la vieja cerradura y el cerrojo interior se movió hasta el lado contrario. Las bisagras, con falta de engrase, rechinaron un poco pero movieron las jambas de madera hasta dejar despejado el vano de la puerta que daba acceso a la iglesia.

El guardián miró, precavido, y abrió hasta dejar que la luz inundara aquel recinto. Nada se movía allí dentro. Encendió las luces que iluminaban el retablo principal, los dos retablos laterales y un Cristo crucificado, muy antiguo, verdadera joya de aquella iglesia situada en pleno Camino de Santiago, un poco más allá de la mitad del camino francés.

Como cada año, en los meses de verano, se permitía que la iglesia estuviera unas horas abierta para que pudieran visitarla los numerosos peregrinos que por allí pasaban. Eran pocas horas pero coincidían con la mayor afluencia de gente. A partir de la una de la tarde, el calor del verano hacía mella en los cuerpos y los ánimos y eran pocos los que se aventuraban en esas horas del día.

El guardián recorrió, con su ya cansada vista, todo el interior de la iglesia. Pero al fin la encontró. Allí, encima del retablo de la derecha, acurrucada aún por el fresco de la madrugada, estaba la golondrina que, hace ya más de un mes, se había colado, no se sabe por dónde, en el interior. Quizás aprovechó la puerta abierta o quizás algún agujero en la vieja estructura le permitió entrar. Quizás se confundió en el vuelo o quizás quiso buscar refugio y descanso de algún largo viaje.

Ahora, o no se atrevía o no encontraba el lugar adecuado para salir. O no quería marchar o estaba esperando no sé a qué. O simplemente es que le gustaba esta iglesia como su nuevo hogar.

El guardián ni se lo preguntaba siquiera. Estaba contento de tenerla como compañera. Ella revoloteaba por toda la iglesia, cuando estaban solos, mientras él revisaba cada rincón para que todo estuviera en su sitio. Cuando entraba algún peregrino, la golondrina le miraba e iba rápidamente a posarse para pasar desapercibida. No le gustaba molestar ni que la molestaran. Solamente con el guardián se permitía alguna confianza como trinar o bajar hasta los bancos.

Un viejo peregrino, con ropajes humildes y largo pelaje, llevaba ya un buen rato arrodillado ante el altar mayor. Rezaba en un silencio casi sagrado pero se percató de la presencia de la golondrina en la iglesia. Buscó con la mirada, sin dejar de mover sus labios que seguían rezando, hasta que la encontró. El pájaro movió ligeramente sus alas, como si saludara.

El anciano, todavía arrodillado, extendió sus brazos. Su mano derecha hizo un pequeño gesto, apenas perceptible, y la golondrina bajó volando para posarse en su muñeca. Y allí se quedó, quieta, todo el tiempo que él estuvo arrodillado. Cuando se levantó, ella se posó en su hombro y siguió con él hasta la puerta de salida.

El peregrino saludó al guardián con una inclinación mientras ella volaba otra vez hasta su improvisado puesto de vigilancia. Un ligero trino se escapó de su pico abierto.

El guardián quedó intrigado y quiso salir en busca del extraño peregrino. No lo vio y, por más que lo buscó y que preguntó, no pudo encontrarlo. Nadie lo había visto.

Volvió a su iglesia. La golondrina le estaba esperando, posada en la pequeña mesa que él había colocado a la entrada, a la orilla de la puerta. Cuando el guardián llegó, ella emprendió el vuelo dando vueltas por toda la iglesia. Después de un buen rato, volando cada vez más deprisa y trinando cada vez más fuerte, salió a gran velocidad por la puerta abierta.

Nunca más volvió.

El guardián, un poco triste y con unos celos que se notaban en su cara, contaba a quien quisiera escucharle, que la golondrina, su golondrina, se había marchado en busca de aquel anciano peregrino, pero solo eran suposiciones, decía, leyendas que él contaba para “pasar el tiempo”.

 

Ángel Lorenzana Alonso