Nadie había entrado en aquella habitación desde hacía mucho, muchísimo tiempo. Nadie se acordaba ya en aquella mansión solitaria en las afueras de la ciudad.

El abuelo, de muy cerca de los cien años, siempre decía que nadie había entrado y que nadie debía entrar nunca. Comentaba él que ya su abuelo le contaba de una vez en que alguien, hace más de doscientos años, intentó entrar en la habitación. Apenas abrió la puerta, dijo, una rara luz y un olor nauseabundo inundaban la estancia. Incluso comentaba, aunque de eso no estaba muy seguro, que se oían voces raras, algunas de niño pequeño.

Por eso, nadie, nadie osaba siquiera acercarse a aquella puerta que permanecía cerrada a cal y canto. Desde el pasillo, a veces alguien se paraba a escuchar pero nada se oía. Solo si abrías la puerta pero eso… eso nadie lo hacía.

El hijo más pequeño de la familia que ahora habitaba la casa, de ocho años ya cumplidos, pasaba todos los días cerca de la puerta para ir o venir de su habitación. Sus padres y abuelos ya le habían advertido una y mil veces de los peligros de la puerta. Por eso siempre procuraba pasar de puntillas y por el lado contrario del pasillo. Pero, cada vez, se paraba aunque solo fuera un momento. Se acordaba muy bien de las serias advertencias de no acercarse siquiera a aquella puerta, pero algo había en ella que le atraía cada vez más.

Un día que venía del colegio y subió a dejar la cartera en su habitación, vio, delante de la puerta, a una mujer. Era de mediana edad, bastante agraciada y con un largo pelo que le cubría casi la espalda. Eran largas, muy largas, sus pestañas y sus uñas. Sus ojos, negros como carbones, parecían querer traspasarte. Tenía lágrimas en los ojos. Al ver al niño, le llamó por su nombre y le pidió que se acercase. El niño, extrañado de que le conociera, no supo qué hacer. Se paró delante de ella y la miró a los ojos.

– ¿Me conoces? – preguntó él.

– Es fácil – dijo la mujer. Todos los varones de esta familia os llamáis de la misma manera. Mi hijo también se llama como tú. Está aquí dentro. ¿Quieres conocerlo?

El niño dudó un momento pero dijo que no con un gesto de su cabeza. Se acordó de todo lo que sus padres y abuelos le habían dicho e, instintivamente, movió la cabeza de lado a lado.

La mujer, entre lágrimas, le dijo que necesitaba un poco de leche para su pequeño y que no sabía dónde encontrarla.

– ¿Me la puedes traer? – le dijo. – Vete abajo a buscarla, pero no le digas a nadie que yo te la he pedido ni que es para mi niño.

El niño la volvió a mirar e intentó ver dentro de la habitación. Pero solo vio la cara horrorizada de aquella mujer y como un jirón de niebla más allá de la puerta entreabierta.

Se asustó y marchó corriendo a buscar a su madre. La encontró en la cocina y le contó, con todo detalle, lo sucedido con aquella mujer. La madre quedó pensativa un rato pero, después, cogió una botella de leche, tomó a su hijo de la mano y subieron hasta la habitación.

En la puerta, estaba la señora. Lloraba. Esperaba la leche. Dentro, se oía el llanto de un niño pequeño. Madre e hijo se acercaron a la puerta, le dieron la botella de leche a la mujer e hicieron ademán de querer mirar y entrar en la habitación.

La señora dejó de llorar de repente y los miró de forma un tanto agresiva, enseñando unos dientes sucios y afilados y agitando sus brazos acabados en unas manos larguísimas con uñas amenazadoras.

Entró rápidamente en la habitación y cerró la puerta tras ella con fuerza y gran estruendo. Madre e hijo se quedaron escuchando y en absoluto silencio. Paralizados. El llanto del niño había cesado y nada se oía. La puerta estaba herméticamente cerrada y no pudieron abrirla. Dentro, parecía sonar una especie de nana, pero tampoco estaban muy seguros.

Cuando el abuelo se enteró de lo sucedido, montó en cólera y les advirtió que jamás, jamás, volvieran a darle nada a esa señora ni a su hijo pequeño. Y que jamás, recalcó lo de jamás, entrasen ni se acercasen siquiera a aquella habitación. No existe, les acabó diciendo.

Algún día, les prometió el abuelo, les contaría la historia de esa madre y de su hijo. Una historia, dijo, que tuvo lugar hacía más de cuatrocientos años.

 

Ángel Lorenzana Alonso