Desperté sobresaltado aquel día. No había dormido muy bien. Los sueños venían vertiginosos una y otra vez y me despertaban cada poco. Había una idea que me rondaba por la cabeza desde hacía ya unos meses y que no dejaba de martirizarme.

Sabía que no podía ser, que esas cosas eran imposibles, pero yo lo estaba comprobando día tras día y amanecer tras amanecer. Algo estaba pasando, por muy raro que ello pareciera.

Empecé a notarlo hace ya algún tiempo, pero no le di demasiada importancia. Parecían cosas de mi propia imaginación y de mi cabeza que, en los últimos tiempos, pensaba demasiado.

Fue al despertar aquel ya casi lejano día. Como siempre, abrí los ojos cuando los rayos del sol entraban por la ventana. Mi mujer, a mi lado, estaba ya completamente despierta y mirándome con unos ojos muy abiertos. Y muy brillantes, me pareció. La vi muy hermosa e, incluso, me pareció hasta un poco más joven. Me dio un beso y ambos nos levantamos.

Unos días más tarde, volvió a ocurrir casi exactamente lo mismo. Un despertar con el sol y mi mujer, a mi lado, muy hermosa y sonriente, que me estaba abrazando. Me parecía que mi mujer era cada vez más guapa. Y cada vez más joven. No como yo que ayer descubrí en el espejo un montón de canas y arrugas.

Mi mujer, de hecho, siempre había sido muy cariñosa y era de las que siempre dormía abrazada a mí y me despertaba con un beso y un abrazo cada mañana. Por eso, tampoco me extrañaba demasiado su actitud de ahora, aunque notaba algo distinto. Aunque no sabía que era.

Cuando yo despertaba, ella ya estaba completamente despierta y parecía que desde hacía ya un rato. Sus ojos, cada vez más brillantes y hermosos, estaban totalmente abiertos, su joven cuerpo tumbado boca arriba y una de sus manos cogida a la mía mientras, con la otra, me acariciaba la cara, la cabeza o el pecho.

Casi nunca decía nada pero jamás le faltaba su sonrisa. Una sonrisa encantadora y sugestiva, casi erótica. Pero, lo que más llamaba mi atención eran sus ojos. Negros, inmensamente negros y brillantes, con un brillo tan especial que me atraía y me embelesaba. A veces un poco rojos, eso sí.

No podía dejar de mirarla en esas raras mañanas. Era hermosa, muy hermosa, cada día más hermosa, con una hermosura extraña que te atrapaba. Creo que por eso nunca sospeché nada raro.

Y esa situación me preocupaba y me gustaba a la vez. Me gustaba verla allí cada mañana, a mi lado. Cosa muy distinta era cuando yo me miraba en el espejo. Me veía cada vez más canoso y más arrugado. Cada vez más viejo.

Y así fueron pasando los días… y los meses. Ella era cada vez más joven y más hermosa. Yo, por el contrario, era cada vez más viejo y achacoso. Me sentía cansado, a veces extremadamente cansado. Pero me complacía llegar a casa y tener a mi lado a la mujer más hermosa del mundo. Y me encantaba que fuera de mi brazo por la calle. La gente me envidiaba pero no conocía mis luchas internas.

En ocasiones, a pesar de todo ello, me entraba un poco de miedo aunque a ella nunca se lo dije. Miedo de perderla, de que ella notara la diferencia que se iba agrandando entre nosotros.

La cosa iba en aumento cada día. Ella era, ya, demasiado joven mientras que yo estaba a punto de quedar postrado en una silla de ruedas. Cada vez eran más las enfermedades, “propias de la edad”, que acudían a mí. Parece que las atraía. El reumatismo, la diabetes, las ciáticas, los pies hinchados, la artrosis, el parkinson, la hipertensión, la pérdida de oído y de vista… estaban a la orden del día. Recordé que, cuando nos casamos, solamente tres años nos separaban. Ahora era un mundo entero lo que había entre ella y yo.

Me jubilaron anticipadamente debido a mi estado de salud. Por las mañanas, por indicación médica y de mi mujer, salía a dar grandes paseos. Las tardes, ya cansado, las pasaba en casa.

Una mañana en que volvía a casa, media hora antes de lo habitual, derrengado y sin poder dar un paso más, sin lograr aguantar el tiempo de paseo prescrito, encontré a mi mujer en el salón, desnuda y rodeada de velas y de humo, con un raro olor como de incienso. Recitaba versos que no logré entender. Su pelo estaba alborotado y los ojos rojos en extremo.

En una mesa, cerca de ella, un libro cuyo título me hizo escapar lo más deprisa que pude. El libro era delgado y se titulaba “Cómo rejuvenecer con la energía de los demás”.

Llevo ya tres años en el asilo de ancianos. Me han dicho que a ella la han visto por ahí, fresca y lozana como una moza.

Yo, nunca volví a verla.

 

Ángel Lorenzana Alonso