Cuando murió el abuelo, con casi ciento diez años, su nieto preferido se encontró perdido. Estaba muy unido a él, demasiado que decía su madre. Siempre estaban juntos y la madre del muchacho, que solo llevaba en la casa desde su matrimonio con el padre del niño, no acababa de entender muy bien las tradiciones “familiares” y los secretos que abundaban en aquella vieja mansión. Demasiadas cosas ocultas o semiocultas.

Como ese sótano inmenso al que estaba prohibido acceder. A ella nunca le habían dejado entrar y nunca le dijeron lo que allí había. Su extrañeza aumentó, y mucho, cuando se leyó el testamento del abuelo. Sorprendida, vio como la llave del sótano, y todo lo que allí se guardaba, pertenecía, desde ahora, por expreso deseo del difunto, a su hijo, al nieto preferido de ese abuelo del que casi nunca se separaba.

Preguntó al muchacho cual era el secreto del sótano, ahora que ya le pertenecía. Él, de once años recién cumplidos, se limitó a mirar a su madre y a llevarse un dedo a los labios en señal de silencio. “Solo yo puedo saberlo y solo yo puedo entrar allí. Es lo que quería el abuelo”. dijo el chaval a su madre. Y apretó la vieja llave entre sus manos como queriendo protegerla.

El abuelo le había contado varias veces la historia. Una historia de cómo la humanidad, en su perverso deseo de “progreso” y en su rápido e inexorable camino hacia la imbecilidad, había ido olvidando los libros. La gente, pegada a las máquinas, se olvidó de leer y de la magia y la fantasía, se apartó de todo lo que no fuera “mecánico”. Triunfaron los ingenieros y desaparecieron los poetas. Y desaparecieron los libros.

Los escritores ya no escribían, las librerías fueron cerrando, las bibliotecas desaparecieron sin saberse qué habían hecho con los libros. Y los particulares fueron deshaciéndose de aquellas cosas escritas que solo servían para llenarse de polvo. Algunos llegaron, incluso, a hacer hogueras con ellos en las plazas, rememorando un “Fahrenheit” cualquiera. Todo acabó en pocos años.

No obstante, decía el abuelo, hubo algunos “sabios” que se resistieron a la hecatombe. Entre ellos estaba “el tatarabuelo de mi abuelo”. Y contaba cómo construyó un inmenso sótano debajo de su casa y cómo lo fue llenando de todos los libros que iba encontrando. Todo en secreto, todo bajo llave y solo transmitiéndose de abuelos a nietos “especiales”. Nadie más podría saber siquiera de la existencia de aquella inmensa biblioteca. “Sería – decía – nuestro legado para el futuro, para cuando los hombres y mujeres hubieran espabilado”.

Y dejaron establecida una pequeña prueba para saber cuando eso ocurriría. La prueba se realizaría cada dos generaciones, “de abuelos a nietos”, como la herencia de la llave que guardaba el secreto de la existencia de los libros.

El muchacho guardó la llave del sótano en lugar seguro. Por lo que había escuchado al abuelo, tendría que entregársela a su nieto cuando él muriera. Pero algo había hablado de una “prueba”.

Al principio de la tarde siguiente, entró en el sótano sin que nadie le viera ni se enterara. Se maravilló de lo grande que era aquella biblioteca. Más grande incluso de lo que le había parecido hace dos años cuando su abuelo se la enseñó por primera vez. Repasó los libros con la vista y recorrió los rincones tocando algunos lomos con sus dedos. No en vano su abuelo le había educado y enseñado a amar los libros.

En un pequeño escritorio, cerca de la entrada, se hallaba una preciosa mesa. Encima de ella, encontró una carta manuscrita dirigida a él. Era de su abuelo. La emoción le embargaba y tuvo que esperar un buen rato para abrirla.

La leyó y releyó unas diez veces. Allí su abuelo se lo explicaba todo. Incluso lo de la prueba. Y lo del secreto de aquella otra habitación del fondo, también por supuesto llena de libros.

La semana que viene empezaría. Por ahora, buscó una carretilla que le sirviera y la colocó en la habitación del fondo. Como decía en la carta, allí estaban los libros “repetidos”, con lo cual, en el caso de perder alguno, tampoco tendría demasiada importancia. Llenó la carretilla con algunos de ellos, aquellos que a él le parecían como más interesantes y más importantes. Su abuelo le había dicho que TODOS eran importantes pero que, a las distintas personas, unos les gustaban más que otros.

Junto a la carta, le había dejado una lista de cincuenta personas. La miró y releyó. Algunas las fue tachando porque ya habían muerto o se habían marchado. Él añadió otras que le parecían interesantes hasta completar nuevamente los cincuenta. Eran la base de la prueba. Por eso, pensando en cada uno de ellos, escogió también cincuenta libros y los puso en el carretillo. Tendría que hacer varios viajes, pensó.

Empezó a revisar libros y a comparar con los nombres de la lista. A uno le dejaría el Quijote, a otro Hamlet, a otro el Principito. Y así fue repartiendo y emparejando Rebelión en la granja, la Odisea, Crimen y Castigo, un Mundo Feliz, los Miserables… hasta completar los cincuenta.

Los entregó a cada uno con el encargo de que, por favor, los leyeran. Dentro de tres meses volvería a recogerlos y a comentar con cada uno lo que le había parecido. Les dijo que era un encargo, como motivación especial, de su abuelo al que todos conocieron y admiraron mientras vivió.

Tres meses después, con su carretillo, pasó recogiendo los libros y preguntando. Habría que superar el diez por ciento que había marcado el abuelo para señalar el éxito de la prueba.

Solamente una persona había leído el libro, aunque es verdad que otros seis lo habían empezado. Era un claro avance pero todavía muy insuficiente. La biblioteca seguiría cerrada y en secreto hasta, por lo menos, que su nieto hiciera la siguiente prueba.

Le entristeció el resultado pero ello no sería obstáculo para que él siguiera leyendo libros y tratando de que lo hicieran los demás. Su madre le dijo claramente que era una pérdida de tiempo y que se dedicara a cosas más provechosas.

Ahora estaba engrasando el carretillo.

Ángel Lorenzana Alonso