Se despertó unos minutos antes del amanecer. Era la hora en que tenía que romper el silencio y hacer que el mundo despertara y empezara a funcionar. Desperezó sus alas, varias veces, movió su cabeza de un lado a otro y dobló las rodillas para poner a punto sus patas. Seguía, no obstante, asido al madero donde dormía y desde donde vigilaba la entrada del gallinero.

El gallo salió a la noche sin hacer demasiado ruido. No quería despertar a las quince gallinas que tenía bajo su protección. Aún no. Bajó despacio y salió por la puertilla que permitía entrar y salir a las gallinas sin tener que abrir la puerta principal. Volvió a estirar sus alas y, en un medio vuelo, se izó hasta el tejado.

Su cresta roja y carnosa se puso tersa y enhiesta. Sus plumas oscuras de la cola, azuladas y brillantes, esperaban las primeras luces. Su pico corto y arqueado se movió arriba y abajo. Se estaba preparando.

Lanzó un ki-ki-ri-kí largo y sonoro. Y, luego, otro más. Avisaba a los otros gallos de su presencia y poderío. Y a las gallinas, que quedaron contentas al oírlo. Era el líder de los gallos del vecindario pues bien se lo había ganado en largas peleas “a espolón sacado”, como a él le gustaba decir. Ahora, nadie discutía ya su “jefatura” y él levantaba orgulloso su cola y su cabeza para que todo el mundo lo recordara. Su canto mañanero era fuerte y mandaba un serio aviso para mantener alejados a los otros gallos. No tenía rivales fuertes, por ahora, aunque algún jovencito andaba a veces merodeando su gallinero.

Era un dirigente al viejo estilo. Quería que todo estuviera en perfecto orden y bajo su estricta supervisión. Nada se movía sin que él lo supiera y aprobara. Sobre todo entre sus quince gallinas. Ellas le habían presentado su propio orden jerárquico y él lo aprobó haciendo algunas enmiendas para demostrar así que era él el que mandaba. En realidad, no hacía demasiada falta dado que las gallinas aceptan y se sienten cómodas y a salvo bajo la dominancia del gallo. Solamente si él falta o está muy alejado, ellas actuarán por su cuenta y se defenderán de los peligros teniendo en cuenta su propia e interna jerarquía.

El gallo oteó los alrededores y cantó varias veces más. Las gallinas se apresuraban a salir y a colocarse de la forma que él les había enseñado. En dos filas, mirando hacia él y con la superiora a la cabeza, delante de ellas.

Bajó del tejado y se paseó delante de ellas, prepotente y orgulloso. Lanzó otro ki-ki-ri-kí, un poco más áspero y cortante. La supervisora dio media vuelta y las catorce gallinas comenzaron una especie de baile, primero sobre una pata y después sobre la otra. Hicieron varias piruetas y vueltas, se pusieron en fila de a una y desfilaron delante del gallo, con el ala derecha un poco levantada, a manera de saludo. El gallo hizo un gesto con la cabeza y la gallina al mando ordenó que se dispersaran a buscar comida. Saludó al gallo agachando la cabeza en señal de sumisión y se fue con sus compañeras. El gallo, ufano él, saltó otra vez al tejadillo y lanzó varios cánticos más.

Desde los gallineros vecinos, otros gallos respondieron a su cántico. Todo estaba en orden. Podía estar tranquilo. Bajó al césped y buscó las lombrices que a él tanto le gustaban. Sus gallinas ya habían revuelto la tierra para que él no trabajara demasiado.

Vigilaba los alrededores y miraba al cielo por si acaso. En caso de peligro, él era el encargado de dar el aviso con sus diferentes cánticos. Esta mañana no buscaba pareja ni pretendía peleas de conquista con otros gallos. Volvería a cantar a mediodía y, después, ya por la tarde.

Mientras tanto, en la ventana del segundo piso de la casa, un muchacho de unos diecisiete años que se había quedado estudiando toda la noche, antes de irse a dormir, quiso ver el amanecer. Oyó al gallo y se puso a observarle. Vio todo el espectáculo mañanero y se quedó maravillado. No daba crédito a lo que había visto.

Ese mismo día, después de la cena, se quedó a solas con su padre mientras aspiraban la suave brisa del anochecer y el aroma disperso por el jardín. Le preguntó por las costumbres de los gallos y las gallinas que hacía ya rato que estaban recogidas. Seguía intrigado con lo que había visto la noche anterior y quería contrastarlo con su padre, más experto que él en cuestiones de avicultura casera. Por supuesto, lo que le explicó no concordaba, en casi nada, con lo que él había visto y que, ahora, le contaba a su padre.

Después de jurarle y perjurarle que era verdad y que no estaba ni dormido ni drogado, quedaron para esa mañana a eso de las cinco. Comprobaron que el amanecer sería sobre las cinco y media.

A la hora convenida, padre e hijo estaban apostados en un lugar adecuado del porche, desde donde podían observar, sin impedimentos y relativamente cerca, al gallo y sus gallinas. Bien despiertos estaban y dispuestos a no perderse ningún detalle. Por si acaso, el hijo iba provisto de una cámara grabadora y el padre había cogido la escopeta.

El amanecer estaba cerca y empezó la función. Padre e hijo observaron y grabaron. De vez en cuando se miraban llenos de espanto. No podían dar crédito a lo que estaban viendo… y grabando. El hijo, en un momento determinado, le dijo a su padre al oído: ¿No te parece que el gallo tiene como un pequeño bigotito debajo del pico? El padre casi se ríe pero no pudo. Las gallinas estaban desfilando y saludando al gallo con su ala derecha.

No pudo más. Preguntó a su hijo si lo había grabado, cogió y cargó la escopeta, apuntó detenidamente y la cabeza del gallo saltó por el aire en cien pedazos. Las gallinas se espantaron y se dispersaron.

Marcharon hasta la biblioteca de la casa. El padre rebuscaba entre los libros. Le dijo a su hijo, que aún estaba un poco asustado: “Creo que tengo por aquí algún libro que trata sobre las reencarnaciones”.

 

Ángel Lorenzana Alonso