La campana era vieja, muy vieja. Las leyendas hablaban de un arzobispo que había pasado por allí en peregrinación, nadie sabía hacia dónde, y, con la solemnidad que requería la ocasión, había dicho que aquella ermita, ya vieja entonces, necesitaba una campana.
Y así fue. No habían pasado ni dos meses cuando apareció una carreta, tirada por dos bueyes, y un señor ya casi viejo que paró delante de la ermita y dijo: “aquí está la campana”.
La bajaron entre todos y el señor desapareció con sus bueyes y su carreta. El pueblo se reunió en hacendera, llamaron a los habitantes de pueblos vecinos y, entre todos, montaron una espadaña con piedras que fueron recogiendo y subieron la campana hasta colocarla en su sitio. Quedó bastante bien aunque no faltó alguno al que no acababa de gustarle.
Pero, de eso hacía ya mucho tiempo. Los más viejos habían oído esa historia en boca de sus abuelos y éstos la habían escuchado de los suyos. Pero nadie había visto al arzobispo ni a la carreta de bueyes. Por eso, algunos del pueblo ponían en duda todo esto.
A nadie extrañó que la campana se rompiera. Empezó por una pequeña raja que un vecino notó porque “sonaba un poco rara”. La raja siguió creciendo y, al final, acabó por partirse en dos.
Llamaron a los mejores expertos en campanas pero todos dijeron casi lo mismo: “La campana está rota y no hay arreglo posible. No tenemos el material necesario”.
Dieron a entender los restauradores que la campana era de metal fundido, con una mezcla extraña. En su mayoría era de bronce, pero había otro metal, en una proporción muy pequeña, que los restauradores y fundidores no conocían. Pero todos afirmaban que, probablemente, era ese otro metal el que hacía especial su sonido. Y era ese extraño metal el que más abundaba en la bola del badajo. Por eso, nadie se atrevía a arreglarla.
Comentaron que esa aleación tan rara y tan desconocida no la habían visto nunca, ni siquiera en las antiquísimas campanas del siglo IV ó V. Pero ese extraño metal era el que producía ese sonido tan especial y que tanto llamaba la atención a todo el que la escuchaba. Intentar repararla podía suponer que el sonido, ese sonido especial, se perdiera para siempre.
El herrero del pueblo pidió que le dejaran unos días la campana para examinarla a fondo. Había oído las leyendas sobre su origen y quería investigar. Hace algún tiempo, con su curiosidad a cuestas, había intentado ya saber de su origen y misterio, aunque nada sacó en claro a pesar de que recorrió los pueblos y monasterios de los alrededores. Si, como suponía, había algo de cierto en las leyendas, el origen no podía estar muy lejano (dos meses tardó en llegar) y algo tendría que ver el arzobispo que la había mandado.
Ahora, con la campana rota, su interés se volvió obsesión. Deseaba volver a escuchar ese especial sonido.
Con una gran lupa en la mano, se dispuso a examinar a fondo la campana. Examinó primero el yugo o contrapeso. Era de madera, ya muy vieja pero bien conservada aún. Ni una marca, ni fechas ni nombres. Ninguna pista. Y lo mismo sucedió con el asa que sujetaba la campana a la madera.
Siguió con los hombros y con el borde exterior, lisos en general. Ni una sola muesca. Parecía que la campana se hubiera fundido hacía solo unos días. El reborde que tenía ya cerca del anillo inferior mostraba, sin embargo, algunas marcas que recorrían toda la circunferencia. Las fue anotando en un papel, aunque no sabía muy bien dónde empezaban ni dónde terminaban. No sabía ni entendía lo que eran y se propuso estudiarlas después pues, en un principio, no parecían tener sentido alguno.
Examinó a fondo la parte interior, lisa como una patena, los labios y los bordes. Todo normal, aunque sí notó que no había ninguna marca que indicara los golpes del badajo. El badajo tampoco tenía nada extraño salvo la ya conocida proporción rara de la aleación en la bola inferior.
Apartó la campana en un rincón de su herrería y la protegió con mantas y tablas. Tenía que intentar descifrar las marcas que había en el reborde exterior y que había copiado con sumo cuidado.
Las colocó de una u otra manera. Pensó en todas las posibilidades. Parecían marcas sin sentido aunque sospechaba que esa tenía que ser la solución. No había más posibilidades. Después de muchas vueltas y revueltas sin aclararse de nada, decidió llamar a un amigo, diácono y experto en textos raros.
Días y días estuvieron con ello. Al final, dejaron el texto, por casualidad, al lado de un espejo y cuando fueron a recogerlo vieron el texto reflejado. Como si lo hubiera escrito un disléxico, o como si lo hubieran estampado sobre la campana y hubiera quedado “al revés”. Con cierta dificultad, leyeron: ANNUS CVII FRAY ALBINUS LEGIONIS.
¿Año 107? En esa época no se hacían campanas. ¿Qué significaba esa fecha? ¿Según qué calendario? ¿De León?¿De Legio? ¿De dónde había salido ese material?. Muchas más dudas que certezas pero por algo había que empezar.
Arregló la campana. Entresacando el metal raro de otros sitios de la raja y fundiéndolo en la parte dañada del borde, allí donde golpeaba el badajo. Cuando acabó, comprobó que el sonido era el que deseaba,
Pero las dudas y los misterios seguían: ¿Quién era el arzobispo y de dónde sacó la campana? Algún día lo sabría. Por ahora, lo importante era que sonaba como antes.
Ángel Lorenzana Alonso