Nunca vi cuando subía. O cuando bajaba. Solamente oía el ruido de sus pasos en la escalera. Y oía cómo se cerraba o se abría su puerta y cómo sus zapatos caminaban por el piso de arriba. Pero nunca lo vi por mucho que lo intenté.

Cuando él, o ella, cerraba la puerta de su casa, yo corría a mi mirilla. Pero él, o ella, ya había pasado y solo oía sus pasos en la acera. Y digo él o ella porque tampoco estaba claro. Pienso que era un hombre porque sus pasos sonaban a hombre, no porque lo hubiera visto. Pero bien pudiera ser una mujer con fuerte pisada y zapatos no de tacón, que esos sí se distinguen bastante bien.

A veces lo oía llegar y abrir la puerta de la calle. Correr a la mirilla ya era absurdo y solamente escuchaba su subir por la escalera, su abrir la puerta de casa y su traqueteo por las habitaciones. Al poco rato, todo quedaba en silencio. Algunas noches, unos pies se arrastraban por el pasillo pero pronto dejaban de oírse.

Ya habían pasado varios meses desde que apareció este vecino. Yo no había visto al dueño del piso desde mucho tiempo atrás y no sabía si había vendido o alquilado el piso. Y ello me intrigaba. El dueño era ya muy mayor y antes venía todos los meses a cobrar el alquiler a una señorita un poco rara que aquí vivía. Pero ella, yo a veces le hablaba en la escalera, se marchó sin siquiera despedirse, ya dije que era un poco rara, y no la volví a ver.

El piso estuvo algún tiempo deshabitado. Cosa rara porque en esta zona, bastante céntrica, los pisos se alquilan bien aunque ya son un poco viejos. Me extrañó pero me dije que no era yo quien para meterme en esas cosas. Bastante tenía con lo mío. Eso sí, me gustaba saber a quién tenía de vecinos. Vivo sola desde que murió mi marido, que Dios tenga en su gloria, y nunca puedes estar tranquila.

Ahora, con este vecino nuevo, la verdad es que estoy un poco preocupada. No sé nada de él. Ni cómo es ni cómo viste. La verdad es que limpio si parece. Nunca deja barro ni tira nada por la escalera. Y lo sé bien porque soy la encargada de limpiarla, que por eso pago menos de alquiler. Pero me gusta saber con quién vivo porque no puedes dar confianzas a cualquiera.

Se me ocurrió un día fregar la escalera justo cuando era la hora de subir él. Pero ese día no apareció. Y tampoco era cuestión de fregar todos los días. En otra ocasión, estuve más de tres horas limpiando mis ventanas por fuera. Pero no lo vi llegar. Cuando me metí en casa, sus pisadas resonaban en el piso de arriba. A lo mejor ese día, precisamente ese día, no había salido de casa.

Era raro. Muy raro. Nunca coincidía con él a pesar de que hacía yo todo lo posible por encontrarlo. Y tampoco me atrevía a picar en su puerta. Eso sería demasiado descarado. Seguiría vigilando.

Ahora, hace unos días que no le oigo. Revisé, como una tonta, su buzón que no tenía nombre ninguno. Por supuesto, no había ninguna carta. Nadie escribía ya cartas ahora. Pero algún día tendrá que aparecer. Pensé en buscar alguna escusa y dejarle una nota debajo de su puerta. Para que tuviera que venir él a la mía.

No se me ocurría nada. Hasta que, ya desesperada, le puse que habían venido a revisar los grifos del agua y que tenía que abrir la puerta. No se me ocurrió otra cosa mejor. Pasé la nota por debajo de su puerta.

Esa noche oí pasos apresurados en el piso de arriba. Eso sí, nadie subió ni bajó por la escalera y nadie salió ni entró en la casa. Al día siguiente, encontré una nota debajo de mi puerta. Decía; “Gracias. Ya los revisé yo y están perfectamente.”

Me quedé como una tonta, sin saber qué hacer ni qué decir. En ese momento, oí pasos en la escalera y corrí a abrir la puerta. Ya había pasado y los pasos se perdían en la calle. Aunque fui deprisa, ya no alcancé a verlo. Otra ocasión que se había escapado.

Se me ocurrió dejar la puerta de la calle cerrada con llave y mi puerta abierta. Alguna vez tendría que pasar por allí y yo me enteraría por el ruido de la cerradura de fuera. Ese día no debió venir porque ni lo oí ni lo vi pasar. Cuando fui a cerrar mi puerta, oí abrirse su puerta y volver a cerrarse de un portazo. Esperé a que bajara pero no lo hizo. Fui subiendo sin hacer ruido. Se oían pasos dentro de su casa y moverse las sillas. ¿Por dónde había entrado? Bajé y comprobé la puerta de la calle. Estaba abierta.

No sabía qué hacer. Tenía que saber lo que estaba pasando y quién era mi vecino. Todas las “guardias” que monté no sirvieron para nada. Nunca logré verlo.

Decidí pasar a la acción. Hoy no tenía mucho que hacer así que puse mi vestido nuevo y salí a la calle. Cogí el autobús 25 en la plaza y fui pensando lo que iba a decirle. Al fin y al cabo, aunque no hablábamos mucho, lo conocía desde que me alquiló la casa hacía ya más de treinta años, cuando me casé.

Llegué a su casa y toqué el timbre. Una chica joven me abrió y se quedó mirándome. Pregunté y me dijeron que hacía ya varios meses que había fallecido. Me identifiqué. Me mandaron pasar porque querían aprovechar para hablar de la casa. El viejo dueño había dejado dicho, y por escrito, que yo podría quedarme en la casa hasta que quisiera. Y que no alquilaran nunca el piso de arriba.

Ese primer piso había sido siempre su casa y es donde a él le hubiera gustado seguir viviendo.

 

Ángel Lorenzana Alonso