Desde lo alto de aquel paso de montaña, vio la ciudad, allí, casi a tiro de piedra. Le habían hablado de la espectacularidad de la ciudad circular, sobre todo cuando veías desde arriba sus imponentes círculos. Lo que estaba viendo superaba lo que él había imaginado.

Detuvo su caballo y se quedó mirando. Fascinado, sin poder apartar su vista de aquellos círculos perfectos, se preguntó cuál sería su escusa para que le dejaran entrar en ella.

Su caballo rompía el suelo con sus patas delanteras, sin agresividad, solo para llamar la atención de su dueño y compañero. Resoplaba despacio y tenía los ojos vivos y sus orejas estaban relajadas. También miraba a la ciudad pero estaba atento a todos los sonidos que le llegaban de su entorno. Parecía querer decirle algo con sus suaves relinchos y resuellos. Era inteligente su caballo y su compañero se fiaba plenamente de su instinto.

Debería ir con cuidado, con mucho cuidado.

No se imaginó nunca lo que ahora estaba viendo. Cuando salió de su casa, el pequeño castillo que su padre regía en aquellas montañas tan lejanas ahora, nunca lo hubiera soñado siquiera, ni hubiera creído que pudiera llegar hasta aquí. Diez larguísimos años de peregrinaje, llenos de dudas y de misterios, de pesadumbres y amargos sueños. Solo su tenacidad de hierro y su ansia por conocer la verdad pudieron con todo ello. A veces, pensaba él, solo su cabezonería y el deseo de demostrar que tenía razón.

Todo empezó cuando estaba hojeando aquel antiguo libro en la biblioteca de su padre. Al cerrarlo, en la tapa de atrás, encontró un papel muy fino, doblado varias veces y pegado a la tapa por dentro. La curiosidad, su maldita e innata curiosidad pudo más que su razón y sus prisas de aquella tarde.

Con un afilado cuchillo, y con infinita paciencia, logró despegar el papel. No quiso abrirlo, dado lo tarde que era. A la mañana siguiente se despertó intranquilo pensando en aquel papel doblado. Se levantó, se fue a la gran mesa de la biblioteca y se puso a abrirlo, o a desdoblarlo, mejor dicho. No sabía por qué pero estaba nervioso. Con sumo cuidado, fue desdoblando la hoja y extendiéndola sobre la mesa.

Lo primero que llamó su atención fueron unas líneas circulares que ocupaban todo el fino papel. Un papel que era más grande de lo que parecía en un principio. Aparte de los círculos, inmensos, todo el papel estaba escrito con una letra tan pequeña que era casi imposible descifrarlo. Habría que tomárselo con calma y dedicarle un poco de tiempo. Parecía interesante.

Yo, que he logrado, con mucha suerte, salir con vida de la ciudad circular, escribo esto para aconsejar… Así empezaba el escrito. Y advertía de los peligros, de las vicisitudes y penas pasadas dentro de aquella ciudad, de cómo le persiguieron y trataban de matarle y hacerle desaparecer. Acababa el escrito diciendo que ellos ya estaban cerca y que guardaba el escrito esperando que ellos no lo descubriesen. Aconsejo que nadie pase por allí.

La firma era ininteligible. No obstante los avisos y advertencias que plagaban el escrito, en sus líneas se describía cómo llegar, los ríos y montañas que se habían de atravesar, los pueblos con los que te ibas a encontrar, algunos de ellos bastante peligrosos, y la multitud de trampas, y cómo salvarlas, que los habitantes de la ciudad habían colocado alrededor. Era difícil llegar y encontrarla, más difícil poder entrar y muchísimo más complicado librarte de sus habitantes y poder escapar. Si lo lograbas, ellos te perseguirían hasta darte muerte. No querían que nadie los conociese siquiera y eran muy concienzudos en guardar sus secretos.

Leyó el manuscrito varias veces. Mientras más lo leía, más intrigado estaba y más deseos le entraban de buscar la misteriosa ciudad.

Durante todo un año, se dedicó a buscar referencias y más datos sobre ella. Recorrió bibliotecas de castillos y monasterios. Nada encontró. Pero seguía preparando el viaje con los datos que sacaba del manuscrito.

Habló con su amigo fraile, del vecino monasterio, y le contó la historia. Y le encargó guardar el manuscrito por si algo le ocurriera a él. Hicieron una copia para que él pudiera guiarse y el original quedaría a buen recaudo en el monasterio. Nadie más debía saber de su existencia ni de lo que en él se contaba.

Y emprendió el camino.

Pasó por prados y senderos. Durmió en castillos, abadías, monasterios y fondas. Otras veces bajo el cielo raso, sobre nieves, hierbas o piedras. Luchó contra águilas y serpientes, contra gigantes, contra brujos y hechiceros. Pasó enfermedades y curó sus heridas en tiendas o aldeas de hombres desconocidos. Conoció a mujeres hermosas que quisieron retenerle. Luchó en torneos y en batallas reales para defender su vida. Diez largos años. Nunca se le ocurrió dar la vuelta.

Siempre con su caballo como fiel compañero. A veces, en los cruces de caminos, el caballo le miraba y daba la vuelta. Pero, después de consultar sus guías, seguían adelante, siempre adelante, sin saber dónde sería el final de su camino.

Ahora estaba allí, a las puertas de la ciudad. Contra lo que él había pensado, los centinelas no le cortaron el paso. Solo le preguntaron la razón de su visita. Contestó que a visitar a un amigo. Y pasó. Una larga calle le llevó hasta el centro, donde estaba el gobierno de la ciudad. El caballo remoloneaba y caminaba cada vez más despacio. Pronto comprendió que había ido demasiado lejos. Y su curiosidad, otra vez, le había jugado una mala pasada.

Dio la vuelta y, al galope y con su espada en la mano, corrió por cruces y barrios, perseguido por guardianes bien armados y que, pronto se dio cuenta, querían atravesarlo con sus lanzas. Cerca de la salida, le derribaron pero su caballo le salvó de nuevo.

No supo cómo pero logró escabullirse y salir. Estaba herido, en un bosque desconocido y acordándose del manuscrito: siempre estarían persiguiéndote.

Se dio cuenta de que estaba rodeado. Avanzaban contra él con sus lanzas preparadas. En el último instante, rompió en mil pedazos su copia del manuscrito.

Una lanza le atravesó el pecho. Antes de morir, vio cómo su caballo trataba de escapar por el bosque. Ojalá lo lograra.

 

Ángel Lorenzana Alonso