Estaba él solo. Vigilando que el fuego no se apagara. Era importante porque era difícil conseguir el fuego. Y el fuego es lo más importante y valioso. El fuego es el vínculo con los dioses de la montaña. Su mujer le ayudaba pero ahora había salido a dar una vuelta por el poblado vacío. Por si acaso. Ella estaba mucho más ágil y le era más fácil escapar si viera algún peligro.

Pero ambos eran ya muy viejos y poco más podían hacer que vigilar para que el fuego de los antepasados no se apagara. Haber escapado con los demás no hubiera servido de mucho y por eso se ofrecieron voluntarios para mantener la lumbre mientras fuera posible. Era el fuego bajado del hogar de los dioses y debía estar encendido. Ahora, hacía ya varios años, el volcán se había apagado y los dioses del fuego parecían estar enfadados con ellos.

El valle hendía sus raíces entre las abruptas montañas de la cordillera. Las altas cimas, coronadas de volcanes apagados, eran ahora las guardianas y protectoras del valle. Un valle en inclinada pendiente que cerraba, por arriba, con la cima encendida y con el nacimiento, a un lado, del río que bajaba y se perdía allá mucho más abajo, donde el valle acababa y donde nadie del poblado había bajado todavía. Allí, estarían desprotegidos y solos.

El pueblo era grande y fecundo. Sus habitantes, acostumbrados a la montaña, siempre “tiraban para arriba”, para donde se sentían seguros y protegidos por los dioses. Ellos les daban el agua y el fuego. Y la vida.

Estaba el poblado construido de cabañas circulares, con paredes de roca y techumbre de urces y barro. Entre el poblado y la desembocadura del valle, allá muy abajo, estaban colocados los vigías que velaban día y noche para que los intrusos no los pillaran desprevenidos. Desde sus grutas en las laderas avisaban, como ahora habían hecho, a los habitantes del poblado. Un potente ejército se acercaba e iba valle arriba.

El pueblo puso en marcha su plan de defensa.

Las mujeres, los niños y los ancianos, con aquello que pudieron llevar incluida una llama del fuego sagrado, marcharon valle arriba. Ahora, habrían llegado ya a la zona de los túneles. Por ellos, si fuera necesario, pasarían al valle vecino donde montarían un nuevo poblado. Habían sido excavados por la gente de la aldea por si, como ahora, fueran necesarios. Una vez atravesados, se derrumbarían y la montaña protegería su huida. Pero, solamente harían esto en último caso, si ya no hubiera más remedio. Ese era un camino solo de ida. Nunca se podría volver atrás. Por eso, esperarían en ellos hasta ver lo que sucedía en el poblado.

Los guerreros se apostaron en refugios preparados al efecto. Situados en las laderas de las montañas, a uno y otro lado de las chozas, esperarían allí al enemigo. Y solo entrarían en combate si fuera necesario para proteger las viviendas y las pocas cosas que no habían podido ser llevadas a los túneles. Armados y bien armados y protegidos, esperarían. En caso de ser derrotados, conocían muy bien el camino hasta los túneles para que los supervivientes pudieran unirse a su pueblo.

Las chozas quedaron vacías. Solamente, en un pequeño montículo, una cabaña protegía, en su centro, el fuego de los dioses. Un fuego protector que siempre debía permanecer encendido. A su lado, el guardián y su mujer que no quiso dejarle solo. Ya eran demasiado viejos para huir o para guerrear. Pero su espíritu seguía tan fuerte y joven como siempre y ellos mismos habían escogido esta misión.

No tardó mucho en llegar el ejército invasor. Llegaron hasta el poblado y se pararon ante los muros que delimitaban el contorno. La puerta estaba abierta y eso les hizo sospechar y ponerse en estado de alerta. Desde un poco más allá, los guerreros del pueblo, sin ser vistos, los observaban y estaban preparados.

Los enemigos mandaron una avanzadilla que fue registrando cada una de las cabañas, también con sus puertas abiertas. Volvieron atónitos a contar lo que habían descubierto. Parecía un pueblo abandonado. Casas vacías, ningún habitante, ni joven ni viejo, y solamente un par de ancianos al lado de una hoguera. Unos ancianos que ni hablaban ni parecían tener miedo.

El jefe enemigo fue a hablar con ellos. Plantado delante del fuego, amenazante en su actitud y demasiado serio y asombrado, mirando a todos lados temiendo las sorpresas, miró a los viejos y trató de interrogarles sobre el pueblo y sus habitantes. Nadie dijo nada. Ante la insistencia del jefe, el anciano dijo que ellos solamente eran los guardianes de la lumbre, del fuego sagrado de los dioses de las montañas.

No respondieron nada más y siguieron alimentando el fuego. Nadie sabía qué hacer. El jefe de los invasores estaba perplejo y sospechaba, cada vez más, de todas las facilidades que le estaban dando. Algo raro estaba sucediendo.

En un momento dado, el guardián de la lumbre y su mujer se metieron en el fuego y desaparecieron. Los invasores los buscaron en vano. Ni ellos ni sus cuerpos quemados aparecieron. Tampoco nadie los había visto salir de la cabaña.

El jefe invasor y su escolta vieron cómo el fuego se hacía más fuerte y cómo las llamas dibujaban el rostro sonriente del guardián. Huyeron despavoridos y su ejército les siguió.  Dijeron los vigías del valle que los vieron pasar corriendo, valle abajo, abandonando aperos y armas. Nunca se les volvió a ver por el valle y la leyenda del guardián y su “desaparición entre las llamas” se extendió entre los pueblos vecinos.

Cuando, todo en calma otra vez y con todos en sus cabañas de nuevo, le preguntaron al guardián, éste se limitó a contestar: “Es un viejo truco que aprendí en uno de mis viajes”. Su mujer, a su lado, sonreía. Los demás se miraban extrañados. Que se supiera, nunca había salido del poblado.

 

Ángel Lorenzana Alonso