Si la noche no quiere venir, no sería él quien fuera a buscarla. Ya estuvo en ella otras veces y no fue demasiado agradable. Pero él sabía que la noche tenía que venir, que después de un día de sol y de cielo azul, la noche venía. No obstante, pensaba en aquella silenciosa tarde, la noche tampoco tenía por qué ser mala. Todo dependería de él, solamente de él.

La tarde avanzaba, lentamente, como queriendo que él lo notara, que se diera cuenta de que el día se estaba marchando y que ella,  su querida y temida noche, ya estaba demasiado cerca. Tan cerca que casi podía tocarla con sus dedos. Tan cerca que ya podía ver su negra cara asomarse por encima de las lomas, un poco más allá de las tapias de su huerta.

Él sabía que venía. Y ella sabía que la estaba esperando. La última vez no fue muy feliz. La noche le hizo sufrir e hizo que él deseara que llegara la luz del día. Pero, ahora, tardaba en llegar, aunque abriera las ventanas para animarla y darle la bienvenida. Ansiaba su vuelta pero temía su presencia.

Todo era, como su propia vida, contradictorio y no sabía estar sin estar en los extremos. Blanco o negro, día o noche. No había términos medios.

Miró al horizonte, arrebolado horizonte por donde el sol se estaba marchando, jugando al escondite con los jirones de nubes, apareciendo y desapareciendo entre azules y grises, entre rojos y violetas. Haciendo guiños a una noche que se acercaba sin remedio e invitándola a acercarse. La pequeña brisa del atardecer juntaba y esparcía las nubes y arremolinaba los colores de una tarde que se estaba muriendo.

Fue entonces cuando se dio cuenta que la noche se acercaba a toda prisa. Y fue entonces cuando el miedo entró de nuevo en su cuerpo y provocó los escalofríos que le recordaban a la noche anterior.

Pero, se dijo a sí mismo que esta vez sería distinto.

Porque la estaba esperando y porque ya la conocía. La miraría de frente y ella notaría que él no le tenía miedo, que podía enfrentarse a ella sin temores de ningún tipo. Y sería ella la que tendría miedo en su presencia.

Las nubes se fueron volviendo negras. El sol se ocultó y comenzó a retirar su luz hasta un nuevo amanecer. Poco a poco, imperceptiblemente, la oscuridad fue ocupando los espacios que la luz dejaba.

Y la tarde se hizo noche.

Y la noche extendió sus alas oscuras y le fue buscando por cada rincón de la casa. Se fue metiendo en las habitaciones arrinconando a la escasa luz contra los cristales sucios y rotos de las ventanas. Y la luz se fue marchando quedando solo las sombras. Toda la casa quedó sumida en la negra oscuridad.

Y él, en medio, quiso hacerle frente. Se levantó y la retó a luchar contra él. Le dijo: atrévete conmigo. Pero ella no le contestó. Ella se limitó a rodearle, a tocarle, a acariciarle… a provocarle. Sin que él se atreviera a moverse siquiera. Trató de tocarla, de cogerla con sus manos que se estaban quedando frías. Se acordó de una lámpara y fue a encenderla para ahuyentar a la noche. No se acordaba que la había roto hacía dos noches en un intento de que hubiera un poco más de luz. Tampoco se acordó de repararla ni ayer ni hoy. Y la lámpara seguía sin luz, como casi todo en aquella casa, como casi todo desde que ella se marchó.

Ella se había ido ahora hacía ya dos semanas. Se fue sin decir adiós y él quedó solo. Se quedó solo, con la noche. Al principio, había pensado que se iría acostumbrando, que la vida seguiría aunque su mujer ya no estuviera a su lado. Su muerte le pilló desprevenido. Se habían conocido desde siempre, y habían estado juntos desde casi siempre. Las noches, las frías y negras noches, llegaban como ahora, pero siempre estaba ella para ahuyentar su miedo. Contra ella no podían hacer nada. Y él agarraba su mano y sabía que la noche pasaría, como pasan casi todas las cosas.

Pero ahora, ahora ella no estaba y él se había quedado solo para enfrentarse a la noche. Cuando ella murió, la primera noche la pasó mirando, por si ella volvía. Después, después fue la noche la que vino y la que se fue adueñando de todo. Poco a poco le fue dominando aunque él pensaba que la vencería, que no podía ser que fuera más fuerte que él. Su mujer le había dicho, muchas veces, que la noche no le haría daño si él sabía manejarla. La noche, le decía, era como una persona a la que había que querer. Y si ella notaba que la quería, se convertiría en su amiga y compañera y estaría a su lado en los momentos delicados.

Pero en eso se equivocaba. Quizás es que él no supo tratarla. Quizás es que él no se acostumbró a quererla. La noche era demasiado larga, demasiado larga y silenciosa. Y no le hablaba. Solo estaba allí, pegada a él, negra y cobarde, como los malos pensamientos que acudían a su mente y no le dejaban hasta el amanecer.

Y su mujer ya no estaba para cogerle la mano.

Todo se estaba llenando de silencio. La noche le envolvió y él se acurrucó en el rincón de siempre, temblando y esperando que llegara el día.

 

Ángel Lorenzana Alonso