La niña estaba acostumbrada, desde muy pequeña, a mirar su cara reflejada en las aguas del río. Su dulce cara de niña se fue convirtiendo en la cara de una muchacha adolescente y el reflejo iba dando fe de tal transformación. El agua del río, el pequeño remanso donde se miraba, era cada vez menos claro. El agua se iba volviendo cada vez más turbia y ya ni los pequeños peces querían pararse en la charca para ver la cara de la niña.
Hasta su madre iba notando, un poco asustada, los rápidos cambios que tenía la cara de su hija. No se preocupó al principio pero, ahora, eran muy rápidos y más profundos cada vez. Se preocupó aún más cuando un día se le ocurrió seguirla hasta el río. Mientras la hija se miraba en el agua, un enorme gato blanco la estaba observando desde una roca cercana.
Trató de espantarlo pero el gato se enfrentó a ella e intentó arañarla. No se atrevió a comentarlo con su hija que seguía obsesionada con su imagen reflejada en el río. Una imagen que se hacía más borrosa cada vez. El agua se volvía turbia y casi negra a medida que pasaba el tiempo.
La muchacha lo comentaba con su madre y se lamentaba por la falta de nitidez y transparencia de aquel pequeño remanso que le servía de espejo. Un día decidieron bajar juntas hasta el río. Vieron al gato blanco que las observaba desde lo alto de una roca que parecía sostenerse en el aire por encima del agua. La madre lo miró con rabia pero no dijo nada y no se atrevió siquiera a pasar cerca de él. La hija lo vio también pero tampoco dijo nada. No obstante, una leve sonrisa escapó de sus labios sin que su madre lo notara.
La madre comentó lo del gato y lo del agua turbia con una vecina que tenía fama de medio hechicera. Ésta la escuchó con respetuoso silencio y la despidió diciendo que la cosa no era grave pero que tuviera cuidado. La madre regresó a su casa más preocupada todavía. Pero nada le dijo a su hija aunque procuró no perderla de vista a partir de ese día.
Y tuvo cuidado. No dejaba de vigilar a su hija, sobre todo cuando iba a mirarse en el río. Observó que el gato la acompañaba cada vez más a menudo. Y reían, o al menos eso es lo que a ella le parecía.
Un día, cuando ambos estaban mirándose en el agua cada vez más turbia y negra, se sobresaltó y pegó un grito que asustó al gato. Saltó por encima de ella aunque procuró rozar su cara con sus garras y dejarle una buena marca de aviso. La madre había visto en el agua el reflejo de dos caras, muy parecidas la una a la otra. Y juraría que eran las caras de dos gatos.
Cuando llegaron a casa, oyó como el gato maullaba en el tejado. Comentó todo lo ocurrido con su hija, quien le quitó importancia y se rió de la ocurrencia del reflejo. La madre observaba la cara de la muchacha y comprobó, o al menos eso le pareció ver, que sus rasgos iban pareciéndose cada vez más a los de un gato. No quiso decir nada más.
El gato blanco rondaba cada vez más cerca aunque ella tratara de espantarlo. Una noche tuvo que sacarlo a escobazos de la habitación de su hija. El gato, que parecía más grande cada día, se le enfrentaba y mostraba sus uñas bien afiladas. No había ya quien lo sacara de la casa salvo cuando marchaba con la muchacha a mirarse en el río.
Habló nuevamente con la hechicera quien meneó la cabeza, preocupada. Le dijo que poco podía hacer en esa situación. Los hechizos de los gatos eran muy fuertes, le dijo, y muy difíciles, casi imposibles, de anular.
Su hija se había levantado tarde aquel día. No se preocupó de su desayuno al que despachó con un “ya desayunaré después”. La cara de la muchacha parecía triste y tenía un aspecto como “gatuno”, o eso es lo que le pareció a su obsesionada madre. Salió de la casa y llamó al gato. Cuando éste apareció, ambos se fueron hacia el río. Parecían contentos y felices. Para ellos no había preocupaciones.
La madre tuvo una premonición. Aquello se le estaba yendo de las manos y no estaba dispuesta a perder así a su única hija. Se fue dentro de la casa y buscó la escopeta de su difunto marido. Aún se acordaba de las enseñanzas de éste sobre cómo se disparaba. Buscó los cartuchos que escondió entre su ropa cuando el marido murió y puso dos en los cañones de la escopeta.
Marchó directa hacia el río. Notó cómo el agua bajaba ya demasiado oscura, casi negra. Los vio en el pequeño remanso, mirando como sus caras se ondulaban en el reflejo del agua. Montó la escopeta y quitó los seguros. Se la echó a la cara y disparó. Dos disparos fueron suficientes.
El gato blanco se dio cuenta dos segundos antes. Con su extraordinaria agilidad, se dio la vuelta y, rasgando con sus garras la cara de la muchacha, saltó hacia la madre. Los dos disparos le pillaron en el aire.
Su cuerpo cayó en el agua del río y la suave corriente fue llevando su cuerpo blanco, ya sin vida. La muchacha, lloraba por las heridas de su cara y por la muerte del gato. La madre la lavó con el agua del río que, poco a poco, iba clareando.
Meses después, la cara de la muchacha, casi recuperada de los arañazos, volvía a reflejarse hermosa en el pequeño remanso. Ella y su madre vivían tranquilas y felices.
No obstante, la muchacha sonreía de una extraña forma cada vez que se cruzaban con algún gato.
Ángel Lorenzana Alonso