Cada uno por su lado. Cada uno en su Olimpo particular, en su panteón hecho a su imagen y semejanza, mirándose unos a otros, regodeándose en su propia gloria. Pero cada vez más alejados de sus súbditos mundanos.

No se sabe de quién fue la idea de reunirse. Pero, un buen día, lo hicieron. Los dioses más actuales, los de las grandes y modernas religiones del planeta, fueron un poco más reacios a ello. No en vano eran ellos los que ahora tenían el poder y la gloria. Los dioses antiguos, poderosos y temibles dioses en tiempos pasados, estaban ahí pero habían perdido su valor y su influencia. Y su dignidad y categoría. Ellos, apenas contaban ya, pero se les tenía en cuenta también por lo que habían representado y por su renombre entre la humanidad.

A pesar de ser dioses, eran reacios a pronunciarse y cada uno tenía miedo a las interpretaciones que los demás hicieran de sus palabras. Quizás por eso, uno de los más jóvenes tomó la palabra. Apenas nacido de entre las tribus amazónicas de siempre, ahora le adoraban desde que algún antropólogo llegó por allí a “predicar” y a imbuirles “civilización”.

Dijo aquel joven dios: “Los hombres nos están olvidando. Muy pocos creen ya en nuestra existencia y, de los que creen, pocos son los que nos muestran el debido respeto”. Y continuó: “Con otros jóvenes compañeros, hemos estudiado y analizado a fondo esta cuestión y es lo que aquí, en esta asamblea, vamos a exponer”.

Y añadió: “Hemos visto que la mayoría de las cosas son explicadas por lo que ellos llaman métodos científicos. O, al menos, eso es lo que ellos creen. Y lo que es peor, creen que con eso es suficiente y que lo que ahora no pueden comprender ya lo comprenderán en un futuro próximo. Los dioses, nosotros, ya no somos necesarios para eso. En la actualidad, solo el temor a la muerte y a lo que habrá después, les mantiene en la fe. Creemos que podría ser un motivo más que suficiente. Pero eso aleja a los más jóvenes. Solo a partir de cierta edad, los hombres y mujeres empiezan a preocuparse de la muerte. Y, aún así, tratan de olvidarse de ello”.

Transcurridos unos instantes que dejó para que la asamblea reflexionara, tomó nuevamente la palabra y continuó explicando: “Como ya he dicho, hemos analizado a fondo estos fenómenos. Sabemos que ellos es muy difícil que cambien. Y que, casi seguro, nuestro fallo es que cada uno de nosotros queremos servir para todo y nos hacemos la competencia. Queremos que crean que somos los hacedores y deshacedores, que somos omnipotentes y eternos. Pero nosotros sabemos que eso no es del todo cierto, aunque nos viene muy bien que ellos se lo crean. En fin, créanme, la situación es difícil para nosotros los dioses y creemos que, de seguir así, acabaremos por desaparecer”.

El joven dios hizo una prolongada pausa y siguió hablando: “Por otra parte, algunos de nosotros nos hemos estado dedicando a estudiar y tratar de de comprender eso que los hombres llaman el marketing, o algo parecido. Y creemos que algunas de esas cosas nos podrían ser útiles para nuestro problema. Tenemos que cambiar, eso está muy claro. Pero, ¿cómo?

Hizo otra pausa para salivar su boca y para dar importancia a sus siguientes palabras: “Después de muchísimas vueltas y de barajar, pensar y repensar diversas ideas que se nos iban ocurriendo, hemos escogido aquella que nos parecía la mejor. Una que, por ser novedosa y quizás un poco extravagante, pensamos que es la que más nos puede interesar. A veces, las cosas más sencillas son las que mejor funcionan. La idea es muy simple y fácilmente aplicable. Mi compañero, un dios del norte, joven pero con bastante experiencia, os explicará todos los detalles.

Se retiró despacio mientras que su compañero, ese dios del norte al que había aludido, se acercaba para tomar la palabra. Y habló con palabras lentas pero fuertes, con un acento que extrañaba al principio pero que era el indicado para remarcar la “brillante” idea que aquel grupo de jóvenes dioses quería poner en práctica.

Dijo, ante la mirada atenta de una asamblea que empezaba a impacientarse: “Proponemos que se abandonen todas las ideas preconcebidas de lo que es ser un dios. Será difícil, sobre todo al principio, pero en poco tiempo comprobaremos que es fácil y cómodo. Y que no, por ello, perderemos poder ni importancia.

Bien – continuó con su extraña voz, y haciendo una pausa para coger fuerza y preparar a su audiencia – .  Allá va nuestra idea: a partir de mañana, cada uno de nosotros dejará de ser “dios de todo” para ser únicamente dios de las cosas de un determinado color.

Miró a la concurrencia que le miraba extrañada y asustada. Primero se asombraron y le miraron a él. Después miraron a su alrededor para asegurarse que habían oído lo que habían oído. Y empezaron a cuchichear y a hablar cada vez más alto, hasta dirigir sus brazos hacia aquel extraño dios que tal cosa había dicho. Él les dejó hacer. Todo estaba calculado. También aquello estaba en los libros de marketing que se habían tenido que estudiar.

Pidió silencio y continuó: “La cosa es muy sencilla. Habrá un dios para las cosas de color rosa, otro para las azules, etc., etc., un solo dios para cada color existente en el universo. Sabemos que algunos tendrán mucho trabajo y otros tendrán menos. Y algunos tendrán que compartir poder e influencia con otros cuando las cosas tienen varios colores”.

El murmullo surgió y fue aumentado en intensidad. Ya nada se oía y era imposible hablar y entenderse. Incluso hubo que sofocar algún conato de pelea. Por fin, calmados un poco los ánimos de los dioses asamblearios, siguieron escuchando. El dios norteño esperó un momento y siguió con su discurso: “Pongamos algún ejemplo. El dios de lo verde dominará árboles y praderas, el de lo azul se hará cargo tanto de los cielos como de los colibrís de ese color, y el de lo blanco dominará los paisajes nevados, las montañas blancas y los vestidos de novia en algunos lugares. Algunos dioses tendrán menos trabajo porque no habrá tantas cosas de ese color aunque deberán estar muy atentos porque los colores cambian y las cosas también. La noche vuelve negro a casi todo, pero la luz hace que los colores se multipliquen. Todos deberemos estar atentos, muy atentos.

Repasó la concurrencia con su vista antes de proseguir: “Pensamos que todos nosotros debemos tener las mismas oportunidades en el reparto de competencias y deberes. Y por eso hemos dispuesto dos enormes bombos. En uno, estarán los nombres de todos nosotros. En el otro, todos los colores existentes. Bien es verdad que, gracias a la sutileza de nuestra compañera, una joven diosa española, hemos descubierto que hay muchos más colores de los que habíamos pensado. Por ello, a algunos de nosotros nos tocará más de un color, aunque no sean ni parecidos. Y ahora, procedamos primero a la votación para aprobar o no este nuevo sistema. Antes, por supuesto, se escucharán las desavenencias, los aspectos que se quieran añadir o cambiar, las sugerencias, posibles reformas, los ruegos y preguntas… y todas esas cosas que se suelen hacer. Después, pasaremos a las votaciones.

Hablaron los viejos dioses. Y los nuevos también. Cada uno expuso su parecer con opiniones muy distintas y a veces divergentes. Todo eran dudas y preguntas. Y opiniones que dieron lugar a enmiendas y adiciones. Pero ninguno se atrevió a pedir la supresión total de la nueva proposición. Eso sí, aunque todos la calificaron de estrambótica, se rieron y acabaron por pensar que algo debían hacer y que esto podría dar resultado.

Se procedió a las correcciones y, una vez el texto fue definitivo, se votó. Más de un noventa y ocho por ciento de los votos fueron afirmativos. Después se procedió al sorteo de los colores. Y, aunque todos preferían el azul, el verde, el amarillo o el marrón, cada uno se conformó con el que la suerte le deparó.

Fue curiosa la exclamación de un joven dios cuando su nombre quedó asociado al verde. “La que me ha caído”, se le oyó decir, pero estaba loco de contento.

 

Ángel Lorenzana Alonso