Tenía unos trece o catorce años cuando vio aquella película que su madre le había recomendado. La película en sí no era muy buena pero la actriz que la protagonizaba era excepcional. Su belleza llenaba la pantalla y sus labios parecían insinuarse cada vez que pronunciaba alguna palabra. Su cuerpo te atraía y sus ojos, negros como la noche, te llamaban sin llamarte.

Se enamoró de ella y buscó su nombre en los créditos de la película. Nunca la olvidaría. Miró en el móvil, que apenas había estrenado, la vida y milagros de la actriz. Buscó sus otras películas y marchó rápidamente a comprarlas. Encontró fotos y un poster gigante que pegó en la pared de su habitación. No se cansaba de mirarla. Estaba obsesionado con aquella cara y todo lo que ella hacía estaba bien hecho. Seguía sus noticias, sus idas y venidas, sus dichos y los rumores que corrían sobre ella. Aunque ella tenía ya cuarenta años.

Que si no era buena actriz, que si era su carita la que triunfaba, que si ningún director quería trabajar con ella… todo eran rumores y maldecires. Pero él no quería hacerles caso y no se los creía. Seguía mirándola y amándola desde su silencio.

Pasó del instituto a la universidad y su gran capacidad le hacía ser brillante en cualquier tema que tocase. Acabó sus estudios y las grandes empresas se “pegaban” por él. Triunfó en su vida profesional y se hizo mayor. Pero, en su habitación, siempre estaba el poster de aquella actriz a la que no podía sacar de su cabeza,

Trató y vivió con otras mujeres pero ninguna era como ella. Y sus relaciones iban durando cada vez menos.

Su actriz era cada vez menos actriz pero seguía manteniendo su figura y su belleza. Compañera de todo tipo de personajes, paseaba su presencia entre fiestas y entrevistas o reportajes en las revistas de moda. Ella contaba, cuando le preguntaban, que una bruja le había dicho que “sería joven y bella mientras no fuera feliz”. Pero nadie se lo creía y ya andaban diciendo que si no envejecía era debido a pactos satánicos… o alguna cosa peor.

Acababa de cumplir él cuarenta y dos años, estaba en lo mejor de su carrera profesional cuando fue invitado a una solemne fiesta en casa del millonario dueño del grupo de empresas que él dirigía.

Llegó cuando ya todos estaban en la mesa, esperándole a él y a una sorpresa que había prometido su presencia. Cuando ya estaba sentado, disfrutando de un buen vino, los invitados se levantaron aplaudiendo. Su sorpresa fue mayúscula cuando la vio.

Era ella. Era su adorada actriz, vestida con sus mejores galas y con la misma belleza que cuando él la “descubrió” en su adolescencia en el cine de su barrio. No supo qué hacer y quiso esconderse de vergüenza. No podía creerlo y no sabía si alegrarse o salir huyendo. Pensaba que todos esos invitados que aplaudían como locos notarían su enamoramiento.

Y ella. Qué pensaría de él cuando le viera tan azorado y pudoroso. Venía contoneando sus caderas y sonriendo a todo el mundo. Del brazo del anfitrión, fue a tomar asiento justo en la silla que estaba enfrente de él.

No podía dejar de mirarla. Era ella. Era la mujer, la actriz con la que siempre soñaba. Estaba igual que siempre a pesar de haber pasado nada menos que 28 años. Echó rápidamente sus cuentas sin dejar de mirarla. Ahora, ella debía tener sus 68 años o más. Pero no lo parecía. Seguía con la misma figura y la misma cara de siempre. Y ese mismo brillo en sus ojos que embrujaba sin que te dieras cuenta. Bastaba con solo una mirada suya.

Y ahora, sentada frente a él, notaba el efecto de su sonrisa, de sus labios enrojecidos. Miraba a todos y hablaba con todos, pero cuando sus miradas, la de ella y la de él, se cruzaban, todo parecía pararse y el resto del mundo desaparecía. Y ambos lo notaban.

Así fue la cena y el baile posterior a la cena. Miradas cruzadas y suspiros en el aire. Y en el baile se encontraron. Juntaron sus cuerpos y ya no sabían qué decirse. Se fueron separando del resto de invitados y aparecieron en el jardín, cogidos del brazo y mirándose a los ojos.

Y así pasaron tres días y tres noches, entre susurros y caricias, sin separarse apenas y dándose cuenta de que nunca tenían que haber estado separados. Él cumplió su sueño adolescente y ella, por fin, fue feliz de verdad. Se contaron sus sueños y ambos coincidían, se contaron sus vidas en las que cada uno soñaba con el otro, se contaron su futuro y ambos estaban juntos.

Pero, a veces, los pasados son pasados y los futuros tienen que esperar y no son demasiado seguros. Pero el presente fue de ellos en esos días en que estuvieron juntos.

Él siguió con su trabajo y ella con sus citas. Con él, por supuesto, desde entonces. Se veían casi todos los días y casi todas las noches. Todo era felicidad.

Había pasado ya casi un mes. Aquella mañana, él la notó un poco distinta pero no dijo nada. Lo atribuyó a su propia imaginación. Ella se miraba cada vez más en el espejo y se volvía seria cuando se apartaba. Algo la estaba preocupando.

Días más tarde, ella le comentó la frase de la bruja: “sería joven y bella mientras no fuera feliz”. Y ahora era feliz.

Siempre quiso huir de la vejez pero veía ahora que, a pasos agigantados, la vejez se apoderaba de ella. Las arrugas iban llenando su cara, los achaques aparecían por todas partes. En cuestión de tres meses, alcanzó sus setenta años correspondientes.

Una tarde en que él se pasó a buscarla, encontró su cuerpo en el suelo. Dijo el forense que había muerto envenenada.

No había podido soportarlo, comentó la gente que la conocía.

 

Ángel Lorenzana Alonso