El pueblo se quedaba quieto y silencioso cuando los niños se metían en la escuela. Los hombres y mujeres se habían ido a trabajar las tierras por ver si podían sacar algo de ellas. Mucho sudor de ellos y de sus vacas o bueyes pero poco grano al final de temporada.
Los niños estaban a buen recaudo con aquella maestra rubia con ojos color de avellana seca. Eran unos ojos raros, con una mirada dura y penetrante. Pero decían que sabía dominar a los pequeños. Y eso ya era mucho, después de algunos maestros y maestras ya mayores que habían venido al pueblo a esperar la jubilación.
A la sombra de la pared, quedaba aquel muchacho, ya de vacaciones, que estudiaba en la ciudad. Todos sus amigos estaban dentro, con la maestra esa de los ojos raros. Poco o casi nada le quedaba por hacer. Solo esperar y planear alguna travesura.
En esto estaba pensando cuando la vio pasar. Se levantó con extraña rapidez, como en aquellos años de entonces cuando algo turbaba la quietud de la espera. Estaba seguro que era ella. Hacía cerca de sesenta años que no la veía pero esos ojos no se olvidaban fácilmente.
Caminó deprisa hasta que la alcanzó, parada ante un viejo escaparate. Su pelo ya era blanco y se apoyaba en un bastón. Pero estaba seguro que era ella. A pesar de su edad, se la veía todavía ligera. Se puso delante de ella esperando a que dejara de mirar los abrigos del escaparate. Él se acordaba muy bien pero ella probablemente ya no se acordara de él. Al fin y al cabo, solamente estuvo en su clase unos pocos días. Después, alguna vez la veía por el pueblo aunque nunca más le dirigió la palabra.
Pero siempre su aviesa mirada se quedaba fijada en él.
Cuando se dio la vuelta, sus ojos, aquellos ojos de siempre, volvieron a clavarse en los suyos y se paró en seco. Su mano apretó con fuerza su bastón. Sus ojos color de avellana seca parecía que lo iban a traspasar. Después de un momento, dijo:
– Ah, eres tú – Y se quedó mirándole y escudriñando su cara. – Casi no te reconozco después de tantos años. – añadió.
Y él casi no se atrevía a hablarle. Aquellos malditos ojos lo dejaban sin palabras. Así estuvieron hasta que ella habló de tomar un té en el bar de la esquina. Hacía una buena tarde para estar en la terraza y allí se sentaron sin dejar de mirarse.
Hablaron un buen rato de recuerdos y de cosas sin demasiada importancia. Ella dijo que muchas veces se acordaba de él y preguntaba por sus estudios y por su trabajo a los vecinos del pueblo, cuando, de vez en cuando, se pasaba por allí. Nunca pudo olvidarse de aquel muchacho que se atrevió a hacerle frente. Nadie lo había hecho nunca y nadie lo volvió a hacer jamás.
Recordaba, dijo, cuando, acompañado de su madre, le pidió permiso para asistir a la escuela y, así, no quedarse solo cuando venía de vacaciones al pueblo antes que acabaran las clases allí. Y recordaba que ella estaba inquieta porque no sabía qué hacer con él: le mandaba hacer redacciones, o dibujar mapas, o repasar el catecismo… o cosas parecidas. Todo fue bien… hasta aquel maldito día en que sucedió aquello.
La tarde anterior, fiesta en el pueblo de al lado, ella paseaba con su novio camino de la fiesta. Iban cogidos del brazo, admirando un bello y enamorado atardecer. Estaban ya llegando al vecino pueblo y la tarde se estaba acabando y muriendo entre pequeñas nubes que invitaban a soñar.
Unos gritos y unas risas salieron de entre unos arbustos cercanos. Yo me asusté, recordaba la maestra. El novio, empavonado, quiso hacerles frente y entonces empezaron los insultos de todo tipo. Ellos corrieron y se perdieron entre los árboles y la oscuridad que empezaba a envolverlos y esconderlos.
– Creí reconocerte a ti y alguno más de la clase pero, la verdad es que nunca estuve segura del todo – dijo la maestra.
A la mañana siguiente, en la escuela, usted, muy enfadada, puso a unos cuantos chicos de pie en el pasillo. Con la regla en su mano, recordó él, quiso hacernos confesar el “pecado” del día anterior. Negamos haber sido nosotros pero usted iba mandando extender la mano y dando un golpe con la regla. Yo era el último de la fila y veía retorcerse de dolor a los demás. Llevaba unos quince días con usted pero juré que no me iba a pegar.
Recuerdo como si fuera hoy, continuó diciendo él. Usted estaba enfrente, mirándome con todo el odio del mundo. Puse la mano pero la retiré cuando la regla estaba ya bajando.
– Sus ojos relucían – dijo. Me miró y yo la dije: “si se atreve a pegarme, la mato”. Y usted dejó la regla mientras yo marchaba de la escuela. Nunca más volví.
Por cierto, fuimos nosotros los que la insultamos. Nosotros, yo entre ellos.
Ángel Lorenzana Alonso