El aire de la tarde movía las olas y las hacía saltar y barrer las rocas del pequeño acantilado. Un poco más arriba, en las rocas donde el agua no era capaz de llegar casi nunca, se sentaba él casi todas las tardes. Para pensar, decía. Para mirar, decía otras veces, cuando alguien le preguntaba. Hasta allí, llegaba por un sendero de piedras que raramente estaban mojadas. No resbalaban salvo cuando el agua las bañaba, muy de tarde en tarde. Entonces, había que tener cuidado y mirar por dónde se pisaba.

Salía de un trabajo de oficina, casi siempre igual que el del día anterior o muy parecido, lleno de números, de sumas y de multiplicaciones, de incógnitas a despejar y de asuntos sin resolver.

El sentarse en las rocas y mirar al horizonte lleno de nubes y de agua era como caminar a otro mundo, como alejarse de todo y olvidarse de los problemas de cada día. Solo miraba y soñaba, aunque alguna vez algún número se le representaba entre los rayos del sol.

Allí sentado, escuchaba el rumor de las olas. Si miraba al horizonte, apenas las oía. Pero cuando les prestaba atención, oía sus rumores y fue aprendiendo su precioso lenguaje y entendía de qué hablaban, escuchaba sus voces y distinguía sus sílabas y sus palabras. Al principio, solamente captaba palabras sueltas. Pero, poco a poco, aprendió a unirlas y… ¡qué maravilla! Estaban contándole historias!

Historias de barcos, historias de sirenas y de piratas, historias de amores y de desamores, de islas perdidas llenas de tesoros, de princesas encantadas. Historias de olas que vienen y que van. Una ola lo contaba a la siguiente y, así, en breves momentos, la historia era conocida en todas las playas y orillas del mar.

Él las oía, ahora que había aprendido a escuchar su lenguaje. Escuchaba sus voces que, a veces, se mezclaban unas con otras porque todas querían ser escuchadas y hablaban a la vez. Tuvo que aprender a seguir la narración que le interesaba. La seguía de ola en ola, desoyendo o dejando de lado las palabras que no le interesaban.

Las historias le maravillaban y no se cansaba de escuchar. Pero, en ocasiones, el agua subía por las rocas y le obligaba a abandonar su refugio. Y perdía los finales de lo que contaban. Pero no le importaba demasiado. Algún otro día, otras olas contarían esa misma historia.

Una tarde, ya casi metida la noche, al fondo de las palabras que escuchaba claramente, creyó oír un suave murmullo que le llegaba interrumpido y que se escapaba y volvía. Solo oía algunas palabras sueltas, a veces solo algunas sílabas, a veces solo un rumor de alguien que hablaba sin dejarse entender.

Desechó las otras historias y trató de escuchar solamente el rumor que iba y venía. Pero no lo lograba. Las olas hablaban muy claro algunas veces pero, otras veces, callaban y se perdían sus palabras en la lejanía. Y, muchas veces, ni siquiera eran palabras. Sus oídos no acertaban a captarlas del todo. Pero cada vez ese murmullo le intrigaba más. Creyó entender, en ocasiones, algo sobre una próxima muerte.

Cada día estaba más tiempo para tratar de entender ese rumor que se le escapaba. Y, siempre, solo palabras sueltas, a veces ni eso siquiera. Un rumor que le intrigaba y le obligaba a estar más atento todavía.

Bajó un día hasta el mismo nivel de las olas para oírlas mejor. Y para pedirles que le contaran esa historia que no acababa de entender. Pero las olas le contestaron:

– Escucha. Escucha atentamente. Presta atención no solo a las palabras sino también a los silencios, a la entonación, a cómo cada palabra camina por las olas de una forma distinta. Une cada palabra con tus propios recuerdos y procura identificar a quien propaga el rumor. No te fíes de todo pues hay olas que mienten y otras tratarán de que entiendas lo que no debes entender. Ten cuidado. El mundo de los rumores tiene muchas trampas y…

Y la ola que le hablaba se marchó a deshacerse en la arena. Le hubiera gustado seguir escuchándola, pero no pudo. Ninguna otra ola hablaba como ella.

Esperó un buen rato pero solo oía historias de princesas y piratas, historias preciosas que le gustaban pero que, ahora, no le interesaban demasiado. Ya cansado, volvió a subir hasta su refugio. El agua casi llegaba hasta él. Y siguió escuchando sin importar que el agua le mojara.

No oía el rumor. No oía el relato que le interesaba. Procuraba apartar el ruido que el mar hacía, pero tampoco podía. Bajó, una vez más, por las rocas mojadas para acercarse más a las olas. El agua le mojaba las piernas y su caminar era cada vez menos seguro. Pero siguió bajando y bajando.

El mar rodeaba ya su cintura cuando una ola que venía cantando con fuerte voz, acabó por derrumbarle.

Las olas se arremolinaron a su alrededor y fueron llevándole mar adentro mientras él se debatía por llegar a la playa.

Le iban contando la historia de un hombre que se cansó de ver siempre el mismo cielo y que se perdió en un mar que solo le contaba cuentos. Miles de cuentos.

Entendió, por fin, el rumor y se dejó arrullar por aquellas olas que le hablaban mientras acariciaban su garganta.

 

Ángel Lorenzana Alonso